Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia del Papa Chávez, soberano absoluto del reino de Venezuela, que vivió en función de
dominio durante 14 años y murió en olor de santidad un martes del marzo en curso, y a cuyos funerales no vino el Sumo Pontífice porque acababa de renunciar. Ahora que la nación
sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los taxistas de La Guaira, los contrabandistas del Táchira, los petroleros de Maracaibo, las
prostitutas del barrio Petare, los llaneros del Apure y los azucareros de Yaracuy han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y
que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el
presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que representan
al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión
funeraria que registren los anales históricos; ahora, aunque el Concilio Vaticano no haya escogido todavía al Sumo Pontífice, y que es imposible transitar en Caracas a
causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos,
las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro,
ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a
contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de
que tengan tiempo de llegar los historiadores.[1]
[1] Parafraseo a García Márquez [Véase Los funerales de la Mamá Grande, Editorial Suramericana, Buenos
Aires, 2011, p. 46].
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