El PUB*
“Forgive me, giver, if I destroy the gift”
Laura Riding
El Pub reventaba de música y de personas. Nos sentamos en la barra, después del gentío que logramos esquivar. Ella sonreía como nunca y enlazaba mis manos con las suyas. Bastaba abalanzarme con cierta suavidad para besarla. Dos horas atrás consideraba imposible ser correspondido por ella, la más pretendida de la facultad; si ya todos lo habían intentado, hasta los más adinerados, serlo yo, el menos... Pero el ruido del pub diluía mis prejuicios burgueses, y ella me enredaba sus dedos en los bucles de mi pelo sin dejar de besarme, ¡cerrando los ojos! No lo podía creer: me besaba con Laura, Laura, Laurita, la más linda quizás de la universidad –universo. No me lo creerían mis amigos. A nadie conocido veía para ponerlo de testigo. Saqué mi teléfono móvil con cámara, y, abrazándonos, posamos dos veces al disparo del barman.
La cerveza negra embadurnó mi sangre, se decantó en mis riñones y pugnaba por salir de mi vejiga, emocionada. Ladeé mesas ebrias de clientes con dirección al baño. Al secarme las manos me miré en el espejo, regodeado de orgullo. Ha sido cierto, me dije: la he besado, a ella, la más hermosa. El reflejo de mi alegría me hizo acordarme de la envidia de los dioses contra la felicidad de los humanos. ¿Qué tal si al regresar a la barra ya no la encontrara –como si se hubiera esfumado y todo no hubiera sido sino un sueño? Miré nuestra foto en mi celular para difuminar tal pesimismo. Necesitaba darme seguridad por si alguien más la estuviera ligando en mi ausencia, y apartarlo sin violencia. No lo creerán sus pretendientes. Guardé el celular y caminé hacia ella. Y se lo confesé.
–Dicen que eres imposible, Laurita – debí gritárselo entre los altos decibeles del bar; debí respirar en su oído besando el lóbulo de su oreja izquierda y rozando con mi mentón su cuello rico en nervios ultrasensibles.
Su vanidad creció como espuma, y nos besábamos más y más dentro de su carro, en el parqueadero del pub, para rabia del último vigilante que mantenía a media cerrar el portón, esperando que saliéramos.
–Manejas tú, lindo, ¿vale? –me pidió. Y detuvo su Swift en una esquina oscura, de casas residenciales. Faltaban dos calles para fluir por la Autopista Norte, con probabilidades de topar algún retén policial–. Estoy un poco prenda, parce, y tengo el pase de conducir vencido; además tú la piloteas mejor que yo; la borrachera, digo– y sonría como un claro de luna menguante, como si algo ocultara, sin mostrarme el firmamento completo de su dentadura. Perversamente deliciosa.
Y mientras nos cambiábamos de asiento no dejamos de besarnos y sucedió que una vez instalados, con mis pies en los pedales y a punto de poner en marcha el carro, como una medusa descendió hacia mis rodillas descorriendo mi cremallera mientras yo rogaba por el retrovisor para que nadie pasara ni arriba ninguna luz se encendiera y ningún cortinaje se descorriera.
–Vamos a un sitio que conozco: quiero hacerlo– me dijo con la mayor disposición del mundo.
Mis pies temblaban en los pedales: no sobrepasaba los 60 kilómetros; no me atrevía a dar el cuarto cambio; mi mano libre navegando por los relieves de su blusa; la suya jugueteando entre mis boxers; no quería arruinar nada; tampoco quería apaciguar nada.
Al entrar al motel pensé si tanta voluptuosidad tonificada en su ropa se mantendría al desnudarla. Mucho más. Qué sonrosada vulva sin vellos, verbo a mi lengua. La penetré arrodillado con la visión de sus nalgas rítmicas. Bocarriba, ladeados, ocurrían desajustes de segundos, pausas con roces que nos obligó al encabalgamiento para mantener la ilación. Y encima de mí, delirante, ambos cerramos los ojos para pensar en otra cosa, pero yo los abría para ver sus tetas versarse como un poema octosílabo, soneto endecasílabo, alejandrino pareado asonante o de súbito poema libre y de sintaxis loca porque se desorbitaron en mis ojos. Y la consideraba yegua, cebra, zorra, perra, águila, alacrán, algún engendro para evitar mi eyaculación recóndita.
Caímos los dos, rendidos. No nos miramos por espacio de algunos minutos hasta recobrar nuestra respiración natural. Entonces me alcé con mis codos a consentirla. Rechinó el colchón. Sus senos temblaron, sensitivos. Se explayaba su vientre hacia el relieve de sus muslos de río. Dormían sus ojos verdosos flotantes de violáceas. Tenían algo de gitanas sus ojeras moradas como la tarde. Fluía su cabellera fluvial hacia los hombros derramándose sobre la almohada. Me aventuré a besarla. Me hizo con ojos cerrados, centímetros o segundos antes del beso, un rictus como de satisfacción, y surgió ese colmillo inmundo insultando su dentadura. Más rápida fue su índice derecho sobre sus labios que cualquier palabra o ademán mío de horror.
Bogotá, 2007
*Cuento publicado en la antología El corazón habitado: últimos cuentos de amor en Colombia, ed. por Juan Manuel García Gil, Editorial Algaida, Cádiz, España, 2010.
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