Lo
primero que leí de Agapito Maestre fue el prólogo que hizo a Ensayos
sobre la inteligencia americana de Alfonso Reyes (Tecnos, Madrid,
2002). Explicaba allí por qué el pensador mexicano es políticamente incorrecto
en el "adocenamiento intelectual y entreguismo ideológico de los cánones
impuestos por la burocracia; especialmente su tarea de escritor, el afán de
escribir por escribir, que, lejos de una obsesión maldita, sabe que el
pensamiento solo surge de la escritura”. (p. 9). Me pareció toda una lanza
en ristre contra la estructura anquilosada de nuestras universidades,
"colonias mentales" de las teorías que se piensan en Francia o
Alemania. Nuestras universidades practican el intracolonialismo: impiden
aceptar el pensamiento formulado desde Hispanoamérica si no cuadra con ninguna
escuela foránea, con ningún paradigma de los existentes. Olvidan que una
reflexión auténtica sobre la cultura española o hispanoamericana
precisamente obliga a bautizar con nuevos nombres –hurgando en la
tradición lingüística de nuestro idioma– nuevas maneras de pensar. Nuestras
academias no son vitales. Desconocen el auténtico hispanismo, que por suerte no
es una doctrina académica sino –hay que insistirlo–una fuerza vital libre, más
dada al ensayo y a la crónica de viajes, más cercana a la narrativa que al
rígido documento.
Agapito Maestre es un agradecido
lector de Alfonso Reyes. Llegó al mexicano universal por el camino del
desengaño, desilusionado de la filosofía alemana contemporánea (fue alumno de
Jünger Habermas) y bastante fastidiado por el complejo de inferioridad de su
país. La meditación metódica de las cosas de España (por muchos años ha
sido analista político y profesor de esos berenjenales) le permitió entender
mejor las cosas de México e Hispanoamérica. Y viceversa. En su biblioteca
personal, como libros de cabecera, tiene las obras de nuestros principales
ensayistas: Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas, Octavio Paz, Germán Arciniegas,
Nicolás Gómez Dávila.
Lo
conocí en abril de 2011. En Madrid. Nos encontramos en esquina de calle Aduana
con calle Montera. Peripatéticamente nos pusimos a dialogar flanqueando la
Puerta del Sol. Recibíamos oleadas de espejismos: La Habana o Cartagena de
Indias se asomaban por un balcón "colonial" de la Calle Mayor; los
edificios de Alcalá se perfilaban idénticos a alguno de Buenos Aires o del
centro del Df. Madrid: suma del mundo hispánico. "Nuestra cultura es
genial", me decía Agapito aquella vez. "El centro puede estar en la
periferia y la periferia en el centro, porque España no tuvo colonias sino
virreinatos, y Madrid", añade, "es otra ciudad más de Hispanoamérica".
Claro. Felipe II la volvió capital –ciudad– a fines del siglo XVI, cuando ya
estaban fundadas las principales capitales de Hispanoamérica. De España son
apenas el 10% de los hablantes nativos de este idioma; el resto se irriga por
pequeñas y enormes ciudades de México, Colombia, Argentina, Perú, Venezuela,
Puerto Rico, etcétera. "Pero el Instituto Cervantes", se queja
Agapito con cierta amargura, "carece de visión y grandeza; no debería
limitarse a enseñar español en países de otras lenguas, sino instalarse también
en Hispanoamérica y trabajar conjuntamente por integrar nuestras visiones del
mundo". Lo mismo nuestras universidades. Y con cierto tono incisivo
Agapito esgrime estas críticas en Viaje a los ínferos, uno de
sus libros de género anfibio, a caballo entre el ensayo y la crónica de viajes
por Venezuela, Cuba y México.
"Incapaz de situarse en su propia tradición, un pesimismo academicista, tan apocalíptico como reaccionario, se apodera de esta visión de la cultura en lengua española, que termina por reducirla a algo parecido a un apéndice de la cultura europea. Su torva visión de nuestra historia les impide desplegar una mirada limpia sobre nuestra propia civilización. Las consecuencias no pueden ser más penosas para la cultura hispánica: sus clásicos son olvidados, su tradición, despreciada, y su singularidad, negada". (Viaje a los Ínferos, 2011, p. 35).
Esa incapacidad también la advirtió hace casi cien años Alfonso Reyes frente a la pequeñez mental –inversamente proporcional a la grandeza– del orbe hispanoamericano:
Si el orbe hispano de ambos mundos no llega a pesar sobre la tierra en proporción con las dimensiones territoriales que cubre, si el hablar en lengua española no ha de representar nunca una ventaja en las letras como en el comercio, nuestro ejemplo será el ejemplo más vergonzoso de ineptitud que puede ofrecer la raza humana. (Reyes, Reloj de sol, en OC IV, p. 569).
En
septiembre de 2011 coincidí con Agapito volando de Ciudad de México a Bogotá,
capital de Tierra Firme. Durante las cuatro horas y media de vuelo, cruzamos el
espacio aéreo de cinco países de Nuestra Lengua (el decir "Nuestra
América" ya está demasiado sobado) bordeando la costa Pacífica:
Guatemala, Honduras, Salvador, Nicaragua, Panamá, la delgada cintura
centroamericana. Tierra Firme llamaron los geógrafos cronistas a la costa
Caribe de Suramérica, Colombia y Venezuela, en contraste con la serie de islas
caribeñas de las Antillas menores y mayores. Que semejante diversidad de países
pueda leernos en este idioma no deja menos de asombrarnos.
Alfonso Reyes habla en la Ultima
Tule de aquel sueño de Alejandro Magno, la HOMONOMIA o humanidad
unificada, que vendría a ser el genuino cosmopolitismo, muy distinto al
imperialismo. Agapito Maestre también distingue muy bien ambos conceptos:
persiguen juntos la unificación del hombre, pero mientras el cosmopolitismo
respeta la libertad, el imperialismo esclaviza. La auténtica idea del
hispanismo es cosmopolita: se deriva de un concepto griego, enraizado en la
cultura helénica, esto es, basado en la libertad, en comparación con la cultura
asiática, que tenía como fundamente el despotismo. Esta concepción –según el
historiador brasileño Helio Jaguaribe (Un estudio crítico de la historia)–
resurgió con la época de Carlomagno para señalar su oposición al gobierno de
Bizancio. Si lo ponemos en cuestiones prácticos de nuestros días, a
ratos pienso que no existirá la integración latinoamericana mientras la
carretera Panamericana no cruce el Tapón del Darién, la frontera entre Colombia
y Panamá. La amenaza de su construcción es tanto ecológica como política. Sé el
grave daño ecológico de hacerla (aunque si iría pegada a la costa no alteraría
tan gravemente el ecosistema), pero de paso desestancaría a Colombia, punto
neurálgico de las dos Américas. Es uno de los países más diversos y dispersos
de Nuestra Lengua, y de ahí sus largas guerras intestinas.
El ágape con Agapito Maestre finaliza
en Puebla, cuna de la culinaria mexicana, al calor de una estupenda
comida: mole poblano (que es una mezcla de
todos los ingredientes de semillas y chiles tocados con chocolate) con huitlacoche (que
es el hongo del maiz) con camarones y tacos de cecina, que es un corte de
carne. Delicioso. Manjares. La presencia de mariscos no debería inquietarnos en la alta meseta metafísica.
Puebla era el paso obligado de la Nao de la China, verdadera ruta de las
especies que partía de Filipinas, atracaba en Acapulco, subía a la meseta
central, se detenía en Puebla, para bajar zigzagueando al puerto sobre el Golfo
de México, Veracruz, y surcar el Atlántico con dirección a España.
Cosmopolitismo, frugalidad, vitalidad, ágapes (de Agapito), eso es el
hispanismo.
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