Salí de mi casa a las 11 de la mañana del viernes 28 de
marzo de 2014 a oír la mesa redonda sobre el centenario del nacimiento de
Octavio Paz en El Colegio Nacional.
En la estación del metro Villa de Cortés
compré la edición especial (44) de Proceso
dedicado a Paz, Voz que no calla Luz que
no se apaga, y la fui hojeando en el vagón entre los pregones de cantidad
de vendedores de baratijas y entre la incomodidad de varios viajeros llevando
estatuillas de San Judas Tadeo con destino a la Basílica de Guadalupe. Quise a
mi vez pregonar en voz alta lo que leía en la polémica que entre 1977 y 1978
sostuvo Paz con Carlos Monsiváis y que la revista reproduce: “En México no han
sido los profesionales del antiimperialismo los que han resistido mejor, sino
la gente humilde que hace peregrinaciones al Santuario de la Virgen de
Guadalupe. Nuestro país sobrevive gracias a su tradicionalismo”. O: “…el
crecimiento demográfico puede paralizar nuestro modesto desarrollo económico y
convertir a la Ciudad de México en otra y más vasta Calcuta…”. No me dio tiempo
de leer ya más… Llegaba a la estación Zócalo.
Me apeé del
tren (qué lindo verbo: lo quería usar desde hace tiempos) y subí varios
escalones a la superficie.
El
sol del mediodía azotaba aquella inmensa plaza sin sombra –sin árboles. Vasta
geografía política alrededor: la Catedral Metropolitana de la Asunción de María
y el Palacio Nacional. El Zócalo: espejo indiscreto de la meseta castellana
–del ex imperio español– desolada llanura lunar. México aún no se recobra de la
pérdida de su imperio. No del azteca. Del hispánico. El virreinato de Nueva
España dominó los mares –conquistó Filipinas– y construyó una capital, México
DF, más imperial que la metrópoli: mucho más grande que Madrid, Barcelona y
Sevilla juntas. Fuimos un imperio del que no queda rastro: un imperio
universal, regido por el Estado-Iglesia, que limitaba al norte con Alaska y al
sur con Panamá, entonces parte de nuestro vecino virreinato de Nueva Granada
(hoy Colombia y Venezuela). Más al sur nuestro imperio rozaba, extendiéndose en
el virreinato del Perú y del Río de la Plata, con la Antártida.
– No trates de imitar a Paz – me dice
mi conciencia –, so pena de caer en cierta cursilería histórica.
Sí: perdónenme por
abusar de los dos puntos (:): envidio ese estilo enfático, eficaz. Quiero gozar de las tres "pes" características de la prosa pasiana: poética, precisa, pugnaz.
– Continúa con la
crónica. A ver…
– Bueno.
Entré al auditorio de El Colegio Nacional.
Me saludé con Rafael Mondragón. Me senté al lado de Héctor Iván. Arriba, en el
estrado, se preparaban los conferencistas. Llegó Dianis a mi lado. Moderaba la
mesa Ricardo Cayuela. Habló primero Mark Lilla, por quien realmente había
decidido asistir. Lilla es un profesor estadounidense autor de Pensadores temerarios (The Reckless
minds: Intellectuals in Politics). ¿No es Paz uno de ellos? El punto
central de su conferencia es que los intelectuales ya no padecen tanto de una
mente cautiva (captive mind) al
marxismo o alguna ideología en especial, sino de una absent mind (mente ausente) a toda suerte de política. Michael
Ignatieff, su colega canadiense, sintetizó mejor su conferencia: “…Liberalism
doesn’t mean let me alone... It means a struggle with different points of view…
But being a liberal in Latin America is not easy…”
Y terminó Michael Ignatieff exaltadamente aquella mesa redonda, ¿saben cómo?, recitando en inglés el poema de Paz “Intermitencias del oeste (I)”:
My grandfather, taking his
coffee,
would talk to me about Juarez
and Porfirio,
the Zouaves and the Silver
Band.
And the tablecloth smelled of
gunpowder.
My father, taking his drink,
would talk to me about Zapata
and Villa,
Soto y Gama and the brothers
Flores Magon.
And the tablecloth smelled of
gunpowder.
I kept quiet:
who was there for me to talk
about?
– ¿Lo recitó en inglés en pleno Colegio
Nacional, centro de la capital imperial del mundo hispano, entre un
público hispanoparlante?
–
Yes, I’m afraid. Quise participar, preguntar algo
al final, pero no abrieron espacio para el debate. No aquella vez. ¿Me
comprende?
– Vale: voy a ir a Westminster, en el
corazón de Londres, a recitar en español a Guillermo Shakespeare y a Juan Keats.
Y que nadie me proteste.
Regresamos a casa. Estoy insolado. El sol
me ha pegado de frente en El Zócalo –inmensa plaza sin árboles; espejo de la
meseta castellana. Llanura lunar.
– ¿Cuándo vamos pues a otro conversatorio
sobre O'tavio Paz, omme? –me pregunta mi conciencia montañera
– Cuando
querás y al que querás: hay en la Cámara de Diputados, en el Senado de la
República, en las librerías del Fondo de Cultura Económica, en el Palacio de
Bellas Artes, en El Colegio Nacional y no sé en cuántas instituciones más.
–
Si esto ocurriera en Colombia caería como anillo
al dedo para el lema de la campaña de reelección del presidente Santos: Paz total.
– Me gustaría parafrasear a Paz. Por ejemplo decir: nuestra obligación como lectores es la de preservar la marginalidad de Paz frente al Estado, los partidos, las
ideologías y la sociedad misma. Contra el poder y sus abusos, contra la
seducción de la autoridad, contra la fascinación de la ortodoxia. Ni el sillón
del consejero del Príncipe ni el asiento en el capítulo de las Santas
Escrituras Revolucionarias, por decirlo a su modo. Si no, véase
su ensayo “El escritor y el poder”, Obras
completas 8: El peregrino en su
patria. Historia y política de México, FCE, p. 529.
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