De los nevados al mar
Soñé la noche anterior al viaje con dos
bólidos encendiendo el cielo nocturno del DF cayendo a las afueras, en las
faldas de los volcanes, sacudiendo toda la ciudad. Al mediodía siguiente, abandonando
el valle de México sobre la llanura de Ixtapaluca, recordé los meteoritos de mi
sueño –en esa pequeña llanura está la hacienda Panoaya donde vivió de niña Sor
Juana Inés de la Cruz: Primero sueño,
pensé.
Nos conducía en su carro la reencarnación
del piloto Antón Alamínos, nuestro amigo Gerardo Ruiz Luna, experto en la Verdadera historia de los sucesos de la
conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. De copiloto iba
Oscar Javier González Molina. A la izquierda venía Trilce, nuestra amiga
francesa con el nombre del poema de Vallejo; Dianis y yo, muy juntitos, a la
derecha. Zigzagueábamos por la autopista México-Puebla a la altura de Río Frío,
y de vez en vez yo sacaba la cabeza por la ventanilla del carro, y entonces
contemplaba las cumbres alrededor del volcán Iztaccihuatl, la mujer desnuda,
que me miraba muy seria y con sus enormes senos y su cabellera de nubes me
deseaba por gestos buen viaje.
El mar apareció de noche. El olor a yodo lo
delató a 20 kilómetros. Venteaba cierto frío del Golfo de México, pero nada que
enfriara esa calidez de las ciudades costeras en contacto constante con el mar.
A las nueve de la noche salimos del hotel a
caminar por el Boulevard Ávila Camacho. En la playa unos pescadores recogían sus
atalayas. Venían de pescar en torno la isla de los Pájaros, guiados por el faro
de San Juan de Ulúa. Pasamos el club de yates, continuando la caminata por el
comodoro Manuel Azueta. Vimos dos buques fondeando en el muelle y grúas gigantescas a un lado –durante
el día estiban contenedores de carros de la Volswagen. Doblamos por la torre de
Pemex y el faro de Venustiano Carranza, cuya enorme estatua indignaría a José Vasconcelos,
y dimos a dar en la esquina de la alegría: en la terraza del Gran Café de la
Parroquia, frente al malecón en la calle de Gómez Farias.
(Torre de Pemex y faro de Carranza) |
Veracrucci,
Veracrucci
Pido una cerveza helada a los meseros del Gran Café que parecen marineros, entre el escándalo de las
arpas y los timbales de los músicos jarochos improvisando en la terraza, entre la
multitud de turistas y marinos mercantes de paso por el puerto. La bebo, y me convierto
en un inmigrante italiano recién desembarcado, y para curarme del mareo trasatlántico grito escandalosamente Veracrucci,
Veracrucci. Nuestro amigo Gerardo,
alias Antón Alamínos, enciende un habanero y me lo comparte como una pipa de la
paz. El humo es oceánico.
En el raro mar interior de México
Raro es el mar interior de México, el
Golfo, el mar negro de América (por el petróleo: se entiende) porque no se
parece al mare nostrum, al Caribe: le
falta el elemento africano, la raza negra. No hay en Veracruz negros baruleros
o champeteros como en Cartagena de Indias; o negros de amarillo y de guinda
como en La Habana; o negros con rastas –reggueas– estilo Bob Marley como en
Jamaica. No importa: en el famoso son jarocho de “La Bamba” yo siento ese individualismo
–despotismo– caribeño en toda su expresión: “Yo no soy marinero. Soy capitán.
Soy capitán. Soy capitán. Bamba, bamba…”. ¿No es veracruzano Agustín Lara, ese
cantante famélico con aire de vampiro, en cuyas canciones la luna se quiebra
sobre las tinieblas de mi soledad…?
Ruta de los galeones españoles |
Sin comercio de esclavos, sin casi piratas,
el Golfo de México, mar interior, está defendido por la isla de Cuba, el
estrecho de la Florida y el canal de Yucatán. Este mar interior no hizo de Veracruz
una ciudad de choque, amurallada y llena de fuertes y castillos como La Habana
o Cartagena de Indias. De ahí que la antigua fortaleza de San Juan de Ulúa, que
visitamos el último día, no alcance las dimensiones del castillo de San Felipe
en Cartagena. Los que venimos de culturas rudas, abiertas al mar exterior,
sentimos el contraste. A la ruda
España se opone la suave Nueva
España: la suave patria es un todo un
país-continente, sí, demasiada tierra para pelear o defenderse del invasor. Hay
para todos. Vengan los franceses con el ejército de Maximiliano de Austria en
1863; vengan los Estados Unidos tanto en 1847 como en 1914. Váyanse si no quieren mezclarse –mestizarse. Cortés se mestizó con doña Marina o la
Malinche, para rabia de los puristas.
El bueno de Bernal se fue a vivir a Guatemala con otra princesa indígena.
Desde el fuerte de San Juan de Ulúa, entre la resolana que azulea la superficie del mar, avistamos la Isla de los Sacrificios, a donde Bernal llegó el 21 de junio de 1517. Cuenta, en el capítulo XVI, cómo los sacerdotes indígenas, para tributar al ídolo Tezcatepuca, “tenían sacrificados de aquel día dos muchachos, y abiertos por los pechos, y los corazones y sangre ofrecidos a aquel maldito ídolo […]. Tuvimos gran lástima y mancilla de aquellos dos muchachos e verlos recién muertos e ver tan grandísima crueldad.” Me cuenta Gerardo que era una práctica común entre los sacerdotes aztecas presentarse a la puerta de los vasallos de Montezuma en busca de una doncella o de un joven para el sacrificio mensual: al azar una familia tener que dar cada tanto un par de doncellas o muchachos para el dios del cultivo, de la lluvia, del sol…
Desde el fuerte de San Juan de Ulúa, entre la resolana que azulea la superficie del mar, avistamos la Isla de los Sacrificios, a donde Bernal llegó el 21 de junio de 1517. Cuenta, en el capítulo XVI, cómo los sacerdotes indígenas, para tributar al ídolo Tezcatepuca, “tenían sacrificados de aquel día dos muchachos, y abiertos por los pechos, y los corazones y sangre ofrecidos a aquel maldito ídolo […]. Tuvimos gran lástima y mancilla de aquellos dos muchachos e verlos recién muertos e ver tan grandísima crueldad.” Me cuenta Gerardo que era una práctica común entre los sacerdotes aztecas presentarse a la puerta de los vasallos de Montezuma en busca de una doncella o de un joven para el sacrificio mensual: al azar una familia tener que dar cada tanto un par de doncellas o muchachos para el dios del cultivo, de la lluvia, del sol…
De ahí la fácil conversión al cristianismo.
Las iglesias liberaron a los pobres indígenas sometidos a esos sacrificios inútiles. Si yo hubiera
sido un fraile en 1519, de camino a la gran Tenochtitlan, exhibiría en mi
crucifijo la imagen de otro Dios por el cual no hay que sacrificarse,
porque él ya se sacrificó por todos nosotros, y les diría con elocuencia: “El hombre solamente
es importante si es verdad que un Dios ha muerto por él.” (Gómez Dávila, Sucesivos escolios a un texto implícito).
A cambio de obediencia a la corona, recen por este Dios de rasgos humanos, casi
desnudo, auto-sacrificado por todos nosotros el viernes en el Gólgota,
resucitado el domingo en los cielos por los siglos de los siglos. Y mientras tanto me dejaría adornar de
collares de oro puro y me dejaría
acariciar por la doncella más linda.
¡Thalassa!, ¡Thalassa!
Al llegar a las playas de Chacalacas, a un
costado de la desembocadura del río Actopan, hacia el azul del mar corremos
Dianis y yo semidesnudos, sintiéndonos vivos en el espeso sol del mediodía,
dejándonos zarandear por las olas que hacen con nosotros lo que quieren.
Intentamos volver a bañarnos al otro día,
pero un ventarrón nos lo impidió. Brotaba de las brumas septentrionales del
Golfo, levantando la arena de la playa, llenando de arena los ojos y la boca. Esos
ventarrones impiden las selvas y cualquier árbol grueso en el camino de
Veracruz a Xalapa. Toda la costa tiene una vegetación chaparra: cultivos de
caña y de maíz y uno que otro platanar doblegado por los vientos. No se siente
en la costa veracruzana el bochorno tropical de las costas caribeñas
colombianas, ni el voluptuoso sopor a la hora de la siesta, ni hay ocasión de
la hamaca o el abanico.
Alamínos (Gerardo Ruiz) se pone alerta al
volante porque el ventarrón del Golfo aun zarandea el carro por la carretera. Huimos
de la costa hacia las faldas del pico de Orizaba. De paso –sólo de paso– Xalapa.
De noche llegamos a la mega-ciudad de México. Quedamos de nuevo detrás de los
volcanes, de espaldas al mar. “La vecindad del mar queda abolida: basta saber
que nos guardan las espaldas” (Alfonso Reyes, “Golfo de México”).
Otra cosa sintieron los soldados de
Xenofonte, de regreso de las campañas asiáticas, cuando se asomaron por los
acantilados y exclamaron llenos de contento ¡Thalassa!, ¡Thalassa!, el
nombre del mar en griego: se precipitaron hacia la playa chapuceando jubilosos
entre las olas, porque el mar era para ellos el camino a casa, el mundo.
No deberíamos vivir de espaldas al mar ni padecer de thalassophobia.
No deberíamos vivir de espaldas al mar ni padecer de thalassophobia.
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