Anoche tuve
una pesadilla. Me soñé en medio de una balacera, sintiendo el fogonazo de los
disparos que desde una esquina unos agentes de civil, contra un auto robado,
hacían en medio de la multitud. La imagen es difusa, pero me veo tratando de
cubrirme contra el muro de un pasillo en la confusión formada por la estampida
de estudiantes (cerca había una universidad), agachándome con mi novia Diana,
protegiéndola, temiendo morir acribillados por la espalda.
Estudiantes. Balacera. Agentes armados.
Estampidas. Protesta. Robos. ¿Dónde sucedía? Los sueños no tienen nacionalidad,
pero la escena suena a Venezuela o a Colombia. Una marca de hierro rojo
candente nos queda –quema– a quienes nos criamos en el Medellín del narcoterrorismo
(80’s y 90’s). Para quien padece la violencia en cualquier forma no hay
distinción nacional, izquierda ni de derecha, política o
económica. Es violencia. Punto.
Me pregunté al despertar por el origen de
mi sueño. La noche anterior había estado comiendo pozole (otro de los infinitos
platos típicos de México), y bebiendo cerveza, mezcal, aguardiente de cereza y
vino francés en peregrinación por los bares del centro histórico del DF. Varias
veces resbaló la conversación por los terrenos abruptos del nacionalismo: del
avestrucismo mexicano para opinar sobre política internacional (la doctrina
Estrada); y varias veces insistí a mis amigos escritores, Marcos Daniel y
Héctor Iván, en que lo importante para el novelista que no quiere politizarse, sino escribir de una manera
civilizada y decorosa, son las realidades. Acaba siempre mal toda teoría
política en la práctica –y en la novela.
Puestos a hablar sobre la situación
política en Venezuela o Colombia, en lugar de basarse en confusas teorías
políticas, en teóricos que ignoran nuestra tradición y nuestro idioma (Slavoj
Žižek o Derrida), una inteligencia seria debería observar los hechos y al menos
basarse en la historia. Nadie se acuerda, por ejemplo, de los refugiados venezolanos en Colombia, ni del Plan deBarranquilla, ni de Rómulo Betancur, ni de Mariano Picón Salas, ni de Vasconcelos, ni saben
qué se jugaba en 1930 y 1931.
Les sonó bastante a mis amigos escritores
lo del avestrucismo. Uno de los intelectuales mexicanos que más ha sacado la
cabeza del agujero ha sido José Vasconcelos, el famoso rector de la UNAM, autor
de La raza cósmica y del lema Por mi raza hablará el espíritu. En los cuatro libros de sus memorias, Ulises criollo,
La tormenta, El desastre y El proconsulado,
no relató teorías sino realidades –vivencias– políticas. Comparó. Viajó. Observó. Voy a resumir lo que vio de Colombia y
Venezuela.
Vasconcelos sobre Colombia
Puesto a conquistar la presidencia de México en 1929, Vasconcelos perdió aparatosamente las elecciones
por la maquinaria política –casi tiránica– de Plutarco Elías Calles. Derrotado,
emprendió una suerte de exilio proselitista por Latinoamérica dispuesto a
desprestigiar el régimen apoyado por el imperialismo estadounidense, y
llegó a Barranquilla, Colombia, en agosto de 1930.
Nada había en su prédica de socialismo o de
marxismo, como parece abundar en quienes actualmente pontifican al respecto. La
experiencia lo había curtido en que esa retórica revolucionaria negaba la
riqueza cultural de la hispanidad –la historia–, y condenaba a los pueblos hispanoamericanos
a un estado de candor o inocencia, donde todo comenzaba con Bolívar en 1830 o peor
aun, con el Che y Fidel en 1959.
¿Cómo negar
de un tajo toda la historia “colonial” de México si antes de 1810, antes de
la Independencia, sus fronteras limitaban con Alaska y su ciudad capital ya era
más imperial que Madrid? ¿Cómo condenar el pasado de Cartagena en Colombia si,
cuando tanto en tiempos de Vasconcelos como en los actuales, la grandeza de la
ciudad está aún en sus murallas, en sus castillos, fuertes y casas de
arquitectura morisca o andaluza, mediterránea?
“Colombia
es castellana –decía Vasconcelos en 1930–, y sigue hablando de los godos como
si acabara de darse la batalla de Carabobo. Por eso confío, pese a las mafias
que lleguen a operar dentro del liberalismo y fuera de él, que no será Colombia
en la cultura una colonia yanqui…” (p. 948).
Vasconcelos llegó a Colombia cuando
finalizaba la Hegemonía Conservadora y acababa de subir el presidente “liberal”
Enrique Olaya Herrera. Pongo “liberal” entre comillas porque vio a los
liberales colombianos, no como los de un credo político que defiende a la
persona frente al Estado, sino como “los adinerados, los dueños de los negocios
y la Banca […] que habiendo vivido en la oposición se habían podido dedicar a
los negocios”. (p. 943). Vasconcelos también conoció en su visita a Colombia a
los refugiados venezolanos, perseguidos por el régimen de Juan Vicente Gómez.
Los conoció por intermedio de Luis Enrique Osorio, el editor de La novela semanal, quien buscaba
promover la reconstrucción de la Gran Colombia. Hoy, como ayer, los venezolanos
perseguidos por el gobierno de turno buscaban refugio en Colombia, y los de
aquel tiempo lanzaron su manifiesto bajo el nombre de El Plan de Barranquilla.
Se le hizo increíble el interés que en
Colombia despierta la palabra escrita, y cuando visitó Medellín se asombró del
furor popular por los libros de Fernando González, el “Brujo de Otraparte”, por
su estilo fuerte, atrevido, y “sus personajes reales, vigorosos y su punto de
vista original y perdurable”. (p. 958). En Bogotá, contaba, lo confundieron con
Unamuno. No le importó. Lo complació la confusión porque tanto él como Unamuno
se hallaban a la sazón enemistados con sus propios países, y si el público
bogotano lo sabía revelaba cierta conciencia de raza: “por encima de la
situación nacional, aquella juventud se asomaba al mundo y participaba en las
luchas y problemas de su estirpe, lo mismo en España que en México. Y esa era,
precisamente, una parte de mi prédica”. (p. 963).
En Popayán se encontró con Guillermo Valencia,
el espíritu más afín al suyo, pues ambos habían perdido las elecciones
presidenciales: “En cierta modo éramos, él y yo, víctimas parejas de la apatía
nacional, que se deja vencer de las intrigas del imperialismo, resuelto a no
permitir que los mejores asuman el mando en sus colonias de facto.” (El proconsulado, p. 997). Los mejores eran, para Vasconcelos, los de la
clase media que conquistan las posiciones más altas de la política, los
negocios y el profesionalismo. “Esto no es precisamente burguesía; es victoria
de la inteligencia apoyada en la virtud”. El motivo principal del atraso de la
América española, insistía, está en que nunca ha dominado en una de nuestras
naciones la clase media culta. Salvo en uno, dijo:
[…] el doctor, ya se sabe, prevalece sobre
el general, y hay pueblos, como Colombia, dominados desde hace muchos años por
el Doctor –en el sentido lato del hombre de educación universitaria–, y por eso
mismo es Colombia, entre todas las naciones americanas, la que ofrece un
desarrollo más sostenido, más alto promedio de bienestar y de cultura.” (La tormenta, p. 782).
Vasconcelos sobre
Venezuela
“La noche víspera de la fiesta
me puse a pensar en la triste condición de nuestros pueblos, en dictadura
perpetua, algunos como los de Centroamérica y Venezuela y otros entregados a
las mismas corrientes que a nosotros nos han estado arrastrando a la
supeditación moral y económica. Y el caso de Venezuela, ya casi en el sueño, me
produjo dolor físico en el corazón. En Nueva York había tratado a no pocos
desterrados venezolanos, en la época en que yo también era víctima del
despotismo de mi patria. Y un lazo de solidaridad tácita se había establecido
entre aquellos mártires de la libertad y mi persona. Si ellos hubiesen
derrocado al dictador de su país –pensé–, sin duda me invitan a mí a
trasladarme a Venezuela. Y allí yo estaba disfrutando la efímera liberalidad
del nuevo Gobierno y olvidado de todos mis amigos. Y en el semisueño o en
franca pesadilla se me aparecieron los presos de la Rotunda, rebeldes bajo el
peso de sus grilletes y diciendo: Irás mañana a la farsa de un Continente que
se dedica a las fiestas y alabanzas de su pasado, pero no es capaz de hacer su
presente digno de las glorias que ensalza. Y una especie de compromiso se selló
en mi voluntad. Costase lo que costase y sin consulta de nadie, al día
siguiente aprovecharía la ceremonia pública para denunciar la tiranía
desdichada de Juan Vicente.
[…]
Prescindiré –dije–, hasta donde sea
posible, de mi carácter de funcionario de una administración que mantiene
relaciones cordiales con todos los gobiernos establecidos y atenderé más bien a
los deberes de guía de la juventud, que el cargo de rector me impone. Así,
pues, como maestro os digo que me entristece tanto hablar del pasado, y tanto
ignorar y cerrar los ojos al presente bochornoso de nuestra América española.
Allá tenéis –añadí alzando el tono– al pueblo de Venezuela, pisoteado por un
déspota imbécil y ramplón, cruel y deshonesto; es dueño de media república y
tiene en la cárcel o en exilio a todos los patriotas. Ya que no podemos hacer
contra él otra cosa, tomad una bandera de Venezuela y llevadla a pasear por las
calles, para que flote libre en México, en tanto pueda hacer lo mismo en su
nación.
Un silencio de estupor llenó la sala; luego,
enardecidos, surgieron los vivas, los aplausos, los gritos; la asamblea se
disolvió y como por hilo eléctrico circuló la consigna en las escuelas […]
gritando mueras a Juan Vicente y vivas a Venezuela.
[El
desastre, pp. 28-29]
Al otro día, por escándalos de la prensa y presiones del gobierno, Vasconcelos renunció al rectorado de la Universidad...
No hay comentarios:
Publicar un comentario