Hay un gran equívoco al pensar que la
novela emerge de la nada a la manera del Génesis.
Desconfiemos de los “nuevos escritores” que desconocen su tradición: sin
continuidad no hay originalidad posible.
A partir de esta observación empezamos Edison Neira Palacio y yo nuestra
charla el pasado 2 de mayo de 2014 en el pequeño auditorio de la Casa-Museo
Otraparte, al sur de Medellín.
Edison Neira Palacio es autor de un vasto
ensayo sobre la narrativa de Bogotá: La
gran ciudad latinoamericana: Bogotá en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo
(2004). Se trata de su tesis doctoral en la Universidad de Bielefeld, en el
oeste de Alemania, publicada originalmente en alemán: Die Lateinamerikanische Grossstadt: Bogota im Werk von José Antonio Osorio
Lizarazo. Lo asesoró el ensayista colombiano Rafael Gutiérrez Girardot
(1928-2004), catedrático en la Universidad de Bonn.
No son muy comunes los estudios sobre Osorio Lizarazo (1900-1964), porque este
novelista sigue siendo sui generis y
acaso más “moderno” en medio de los “nuevos escritores” que escamotean la
realidad inmediata de sus ciudades.
Uno de esos “nuevos novelistas” que
escamotea o pasa por alto su tradición es Juan Gabriel Vásquez, a juzgar por una
reciente entrevista en la revista Sombralarga. Los editores de Sombralarga le
mencionaron el nombre de Osorio Lizarazo al hablar de la narrativa de
Bogotá, pero el ganador del Premio Alfaguara 2011 pasó ese nombre de largo. Respondió
que la novelística colombiana viaja a contrapelo de la tradición
latinoamericana, pues mientras en otros países se escribían novelas urbanas de
manera casi obsesiva, reinventando la ciudad latinoamericana, la colombiana estaba
concentrándose en el mundo de la provincia y en el mundo rural. Hablaba en
especial de García Márquez, como si no existiera –como si no hubiera
leído– otro escritor de Colombia.
Parece ignorar los
cuentos de Ojo de perro azul, los cuentos bogotanos de García Márquez, en
donde los muros aparecen llenos de graffitis: ¿no es eso, si nos afanan, rasgos de narrativa urbana? Lo
más alarmante de Vásquez es que, puesto a explorar su ciudad natal, desconozca
el antecedente de Osorio Lizarazo, en especial la novela Casa de vecindad (1926), epifanía del
alma de Bogotá.
Osorio
Lizarazo se apartó de los letrados hidalgos y, en vez de escribir ridículas
columnas de “opinión”, se puso a hacer crónicas de vagos, borrachos o
desempleados; también de los locos de los manicomios, de los niños huérfanos abandonados en orfanatos; de todos los desadaptados de la
gran ciudad, cuya psicología trató de perfilar en su conjunto de crónicas
urbanas La cara de la miseria (1925). Edison Neira lo exalta en su estudio crítico:
Osorio comienza describiendo personajes que han
llegado a “blanquearse la faz, para reír mejor, para disimular la mueca del
dolor” en medio de una multitud que se arrastra como un reptil a causa de las
humillaciones y del odio y que, sin mirar atrás, “avanza dejando, como los
penitentes antiguos, retazos de su piel en las arideces del camino”. El
escritor parodia los conceptos excluyentes de la época definiendo a esta grey
como la masa de “los inadaptados, los tristes, los anormales.”[2]
La cara de la miseria puso al descubierto cómo el periodismo tradicionalista escamoteaba la
realidad y evitaba el contacto con lo popular. Para Edison Neira los grandes
diarios a menudo se petrifican en esa tendencia periodística preocupada por
los intereses de un gremio, evadiendo la realidad y desdeñando la experiencia personal.[3]
Edison Neira ha examinado
también la obra narrativa de Tomás Carrasquilla (1858-1940), el principal
novelista de la provincia de Antioquia, a juzgar por su ensayo “La región como tema y contexto intelectual…”. Y de seguro Carrasquilla se indignaría si le diera a leer esta frase que pesqué en Los informantes de Vásquez: “Salir de Bogotá ha sido siempre
engorroso, penoso y mortificante [...] Honda y Cocorná y otros topónimos sin
fortuna”.[4]
¡Qué desdén tan desmayado!, diría Carrasquilla, pues aun para desdeñar, odiar o despotricar se necesita
voluptuosidad verbal.
No es de lamentar sino de celebrar que la literatura colombiana
no haya sido tan "urbana" ni haya tenido un único centro referencial, la capital, Bogotá, sino varios
países, Antioquia, la Costa Caribe, los Llanos de La vorágine, el sur de Aurelio Arturo. Y esta diversidad se explica por el amor a la descripción del paisaje y de la naturaleza que inauguró como género literario entre nosotros Francisco José de Caldas en 1808. Su "narrativa de la Ilustración" se opuso –me recordó Edison– a las leyes del Título 24 del Libro Primero de la Recopilación de Indias, que prohibía la publicación de escritos que trataran de la realidad inmediata de América. Emocionado por lo que hablábamos, sentado entre el público con su esposa, estaba el geólogo-novelista Ignacio Piedrahita Arroyave, autor de Un mar y Al oído de la cordillera.
Terminada la charla pasamos del pequeño auditorio de la Casa-Museo al Café de Otraparte a sentarnos con mi papá y nuestro amigo Tomás Ruíz y Tavo Restrepo Villa, el director de Otraparte, y por supuesto con Edison. Recordé entonces que lo
conocí en su despacho de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de
Antioquia. Fue a principios de 2004 o 2005, en tiempos de entusiasmo por una
Red de Estudiantes de Literatura, cuando yo viajaba por media Colombia con
ganas de empaparme de otros ambientes académicos y literarios, saturado del
gran centro absorbente, mareado de cuatro años en los Andes.
Ahora me he escapado por una semana de otro gran centro absorbente, México
DF, donde la cultura parece estancada de tanta institucionalidad. Estamos en
Otraparte: en el desenfado y la informalidad por la que tanto peleó el Brujo
Fernando González Ochoa (1895-1964).
[1] Osorio
Lizarazo, La casa de vecindad, en Novelas y crónicas, ed. de Santiago
Mutis Durán, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978, p. 109.
[2] Neira Palacios, La gran ciudad latinoamericana. Bogotá en
la obra de José Antonio Lizarazo. Fondo editorial Universidad EAFIT,
Medellín, 2004., p. 86.
[3] Ibíd., p. 58.
[4] J.G.V., Los informantes, Alfagura, Bogotá, p. 276.
No hay comentarios:
Publicar un comentario