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noviembre 05, 2018

Premio Alfonso Reyes a Adolfo Castañón: invitación a su lectura



El escritor-editor

A ratos los premios suelen convertir a un autor en “culto” del que mucho se habla, pero poco se lee: trampas de la fama. Hay autores de quien basta leer una entrevista para saber lo que opinan del mundo, y ya está. De ADOLFO CASTAÑÓN (Ciudad de México, 1952), en cambio, no podemos aventurarnos a desentrañar su pensamiento de una sola mirada, tanto más cuando se esparce como el valle de Anáhuac en multitud de pequeños ensayos que sólo leídos uno por uno nos permiten contemplar una grandeza que precisamente consiste en la minucia, en la brevedad. Castañón mismo ha querido ordenar sus ensayos como “paseos” y no rutas prefijadas, como si supiera que cualquier pensamiento se entrecruza y se bifurca y se contradice a cada rato. Tenemos sobre el escritorio, en desorden, Arbitrario de literatura mexicana (Paseos I, 1993), La gruta tiene dos entradas (Paseos II,1994), Los mitos del editor (Paseos III, 1994), Lugares que pasan (Paseos IV, 1998), América sintaxis (Paseos V, 2000), De Babel a papel (Paseos VI, 2006), Lluvia de letras (Paseos VII, 2007), Alfonso Reyes, el caballero de la voz errante (Paseos VIII, 2007), y aun la condensación de belleza y verdad de sus aforismos, La belleza es lo esencial (2006) y de sus poemas, La campana y el tiempo (1973–2003). Así intentemos leerlos por orden, al resumirlos o comentarlos se entrelazarán uno a otro en nuestra mirada. Como en la matemática, tampoco en Castañón el orden de sus ensayos altera su producto.


Una crítica desde la filología y la edición

El día en que su padre se encontró con Alfonso Reyes en los pabellones de alguna feria del libro de 1958, Adolfo Castañón, que tenía seis años, habría de constatar mucho después que esa vez vio juntos a los dos hombres que más influencias han ejercido tanto en su obra como en su vida. La filiación entre su padre y Reyes llegó a más allá de un encuentro casual. Del 7 de enero al 11 de febrero de 1941, Castañón-padre asistió a los cursos de invierno que en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de México dictó el helenista mexicano sobre La crítica en la edad ateniense. Reyes, allí, comenzó por decirnos que lo más expresivo sobre la figura de la mente humana y griega es el observar “cómo la palabra se enfrenta con la palabra y le pide cuentas y la juzga”, cómo, en suma, la crítica se convierte en una herejía que no se resigna a tragar por entero y nunca pone “en duda el alcance de los instrumentos humanos para todo aquello que nació con el hombre” (1997, 39), esto es, los países, los gobiernos, las constituciones, los libros y la cultura. Si no hay crítica, decía, corremos el riesgo de que esas instituciones se enquisten como tumores, constriñan nuestro dinamismo y amenacen dejar tullida a una
sociedad.

Hablando de Carlos Fuentes, Castañón se atreve a compararlo con los cronistas de Indias. Pues una perversa tradición hispánica que viene desde los cronistas de Indias deduce, según Castañón, “que las obras de creación son trabajos encaminados a granjear el ocio, inversiones para defender el derecho a la encomienda: es el guerrero Bernal Díaz que se pone a batallar con la prosa para alegar la justicia de sus pretensiones o para dejar constancia de la injusticia que en su contra comete la máquina administrativa”. Castañón, como Gabriel Zaid, critica la contradicción a la que se enfrentan muchos hombres de libros sin saberlo: ser enemigos de la institución, pero cercanos al poder.
         A sus sesenta años de vida, la carrera literaria de ADOLFO CASTAÑÓN parece completar o dibujarse como un círculo en el que giran, sin chocar uno con otro, el oficio de editor, traductor, poeta, crítico, ensayista, cuentista y cronista. Durante más de treinta años (hasta el 2004) ofició como editor del Fondo de Cultura Económica, acaso una de las casas más importantes del idioma. Y fatigaríamos al enumerar los títulos y colecciones que Castañón editó o las traducciones que llevó a cabo. Lo curioso –o admirable– es que, al publicar sus propios libros, tal vez por un prurito ético (porque hubiera podido hacerlo), Castañón ha escogido editoriales no tan conocidas o no tan comerciales, de modo que para el gran público puede que sus libros no sean tan sonoros.
Quizá uno de sus más importantes sea Los mitos del editor. Nada conocemos mejor que nuestra experiencia propia, sostenía Alfonso Reyes. Y lo que más conoce Adolfo Castañón, editor por treinta años del Fondo de Cultura Económica, son precisamente los secretos del mundo editorial o de la tribu del libro que tejen y transforman la cultura. Su libro Los mitos del editor reúne un conjunto de ensayos cuyo efecto me atrevo a comparar con el polvorín que levantó Don Quijote (y que todavía no se ha asentado) entre los editores y escritores vanidosos. Castañón ha puesto al descubierto que toda esa solemnidad del mundillo editorial y cultural es puro fingimiento y nada de verdad. ¿No parece gozar el editor del privilegio que en el antiguo Egipto tenía el “embalsamador”: garantizar el paso al otro mundo de simples mortales? Hasta cita del mismo Cervantes el episodio en que el Quijote vio su libro en Barcelona y conversó con cierto editor, quien le respondió tajante: “Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido; provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín la buena fama”. Y a continuación se pregunta Castañón: “¿No parece sugerir Cervantes que los editores, no contentos con la comedia de vender inmortalidad, que juegan en sus horas hábiles, son dados a buscar esparcimiento en simulacros y falsas profecías…? (…) los editores solían ser hombres poco ilustrados, por más que quisiesen hacerse caballeros de la cultura y montarse sobre los libros publicados”.
         Otros de los ensayos contenidos en Los mitos del editor es una lanza en ristre contra la excesiva institucionalidad de la cultura: “Cheque y Carnaval. Glosas sobre el cultivo, el trabajo y la cultura en México”. A ratos, observa Castañón, “la cultura la deciden quienes no saben hacerla”. No es que las instituciones culturales sean malas en sí mismas; los malos son los dirigentes o funcionarios que se entregan demasiado al mundillo social (léase cocteles, lanzamientos, lobbies, cabildeos o intrigas) olvidando cultivarse a sí mismos. Lo supo bien pronto Castañón cuando entró a trabajar al Fondo de Cultura Económica en 1974. De hecho, uno de los secretos de su éxito ha consistido en colaborar en ese ámbito institucional, pero sin descuidar nunca el cultivo de su jardín interior: sus investigaciones personales y su preocupación por el lenguaje y por adquirir un estilo, esto es, criterio.
Escritores-Editores o Cultura-Poder nunca ha sido un matrimonio feliz, puesto que el público al que ambos pretenden dirigirse a menudo es indiferente a sus intrigas y rencillas.
De ahí las brevedades y sonoridades de su prosa preocupada en deleitar más que en persuadir o convencer. Su Arbitrario de literatura mexicana (1993) lo que menos tiene es de arbitrario. Son siluetas de autores y de obras que bien podemos comparar con los retratos de Ramón Gómez de la Serna: “prosas libres, sueltas y sencillas con tonos de conversación en el café, de confidencia menor y campechana dicha sin bombo ni sorna (…) es como una suelta mano que va poniendo las cartas sobre la mesa…, y gana de capicúa (…) Gran fiesta de la tolerancia y de la observación”. (La gruta…, 2002: 236). Practica lo que Walter Benjamin recomendó para una historia de la literatura: no presentar las obras literarias en conexión con su época, sino de presentar la época que las reconoce, o sea, la nuestra, en la época en que se produjeron. Aún más: el novelista o ensayista auténtico ha de ser en el fondo un filólogo de su propio idioma. No escribir como Fuentes “una lengua española pre-traducida y tironeada por el francés y el inglés” (Arbitrario…, 2002: 149). Sin descuidar el contacto con otras lenguas, claro está, Castañón propone, basado en María Zambrano, un “pensamiento que no pasa por alto los hábitos que ha asumido al escribirse”, que no caiga “en la trampa de soslayar las trampas que el lenguaje le puede tender…” (De Babel a Papel, 2006: 248).


Leer más No. 66-67

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