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diciembre 21, 2025

"Estética" de la «mujer emancipada»




La estética remite a lo que afecta a nuestros sentidos. Llamamos estético a algo que invita al respeto. Y ese respeto introduce una suerte de deber: el deber de admirar lo que encarna una mínima decencia común, una forma de belleza ligada a la dignificación de la vida colectiva. Si la tradición platónica insiste en que lo bello y lo bueno tienden a coincidir, hay también una estética de lo feo y lo malo, y esta última se revela en los gestos: quien traiciona el proyecto común y se rodea de objetos emancipadores, su rostro se ve endurecido en una mueca de defensa perpetua.

Al releer El hombre domado, de la ensayista argentina-alemana Esther Vilar, acaso el capítulo más revelador sea el de la figura de “La mujer emancipada".  La sátira de Vilar alcanza su clímax cuando exhibe la paradoja cruel de la emancipación femenina bajo el capitalismo sentimental. Pues la figura de la “mujer emancipada” que se presenta como autónoma está construida, ladrillo a ladrillo, sobre el capital emocional, simbólico y laboral de un hombre. No asciende sola: se aferra al talento, las redes y el prestigio del otro, y solo cuando su posición se vuelve segura corta –apuñala– la cuerda que la sostuvo.

En realidad, no hace falta que sea mujer u hombre o quimera. Al alma abyecta la sofoca la mano que la ampara (Gómez Dávila). La figura de la “mujer emancipada” en Vilar no es una heroína de la autonomía, sino un artefacto moralmente inestable: alguien que trepa valiéndose del otro, y que al llegar arriba deja de ser bella porque ha dejado de ser justa

La mujer emancipada, continúa Esther Vilar, es tan tonta como cualquier trepadora, pero preferiría que
la creyeran más lista. Habla con el mayor desprecio de las amas de casa. Cree que el mero hecho de realizar un trabajo que no sería indigno de un hombre hace de ella un ser inteligente. La mujer emancipada considera que su trabajo "intelectual" «la llena», «la estimula» y que sin tal trabajo «no podrían existir». Pero no dependen realmente de ese trabajo: lo pueden dejar en cualquier momento, porque, a diferencia de las feas, las mujeres emancipadas no trabajan nunca sin enfundarse antes el salvavidas automático: siempre hay un varón preparado en algún rincón del fondo que se precipita en su ayuda a la primera dificultad.

Continúa Vilar:

"A la mujer emancipada le parece injusto que su ascenso sea más lento que el de sus colegas masculinos, pero no por eso se mezcla en las asesinas luchas competitivas de éstos. Lo que pasa, piensa, es que «las mujeres», aunque se hayan emancipado, no pueden contar nunca con las mismas oportunidades que los hombres. Pero en vez de esforzarse por alterar ese hecho en el mismo lugar de su trabajo, se precipita –pintada como un clown y cubierta de lentejuelas– a las reuniones de su banda, y se pone allí a gritar por la equiparación de la mujer. No se le ocurre nunca que son las mujeres mismas, y no los varones, las culpables de la situación, por su falta de interés, su estupidez, su infiabilidad, su venalidad, sus estúpidas mascaradas y, sobre todo, por su despiadada doma del varón."
 
Y aquí viene la parte más trágico-cómica:

"Se podría creer que los maridos de las emancipadas disfrutan de una situación mejor que la de los maridos de las demás, porque no cargan con toda la responsabilidad. Pero la verdad es precisamente lo contrario la mujer sedicentemente emancipada es la desgracia de su marido. Pues éste, como todos los de su sexo, fue amaestrado según el principio del rendimiento, y tiene, por lo tanto, que adelantar siempre por lo menos en un par de pasos a su mujer. Por eso el marido de la traductora es escritor creador, el de la secretaria es jefe de sección, el de la decoradora es escultor y el de la directora de página literaria es jefe de redacción del periódico Además, la mujer emancipada no es una descarga para su marido: le explota aun más que las otras mujeres. [...] Lo único de lo que no se ha liberado la mujer en esas ocasiones es de su tontería, de su estupidez, de su ridiculez, de su falsía, de su frialdad emocional y de su charlatanería de necedad sin fondo. Y desde luego que nunca entregará el dominio doméstico a su hombre, por mucho dinero que ella gane, para asumir en lugar de él la responsabilidad de la alimentación y del prestigio social de la familia. [...] Aunque es posible que se sienta, efectivamente, «plenamente realizada» y «feliz» en su vida profesional –pues es mucho más insensible que el varón y, por lo tanto, no puede sufrir como éste por causa de un trabajo estúpido–, la mujer emancipada no procurará nunca con su dinero al marido la posibilidad de una vida mejor. No le ofrecerá fuego ni le abrirá las puertas, no contratará en favor suyo un seguro de vida ni le garantizará una renta en caso de separación. Eso no sería nada «femenino»." 

Para concluir, digamos que la emancipación ya no es un tema de género ni de teoría. Es una experiencia íntima. La auténtica emancipación consiste en dejar de competir en maldad. 


En una época que confunde trepar con amar, quizá la única insurrección digna sea hacer felices a los niños.