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marzo 06, 2024

3ra sesión: la escritura fonética como identidad occidental, según "De la gramatología" de Derrida




Como administrador del Lenguaje, el Estado otorga un valor adicional a la escritura para asegurar la propiedad privada y la identidad individual y moral.  Yo soy yo y mis cosas (mi auto, mi casa, mi rancho, mis muebles e inmuebles). El Estado me otorga este poder en la medida en que asegura, mediante archivos y oficinas públicas, la conservación, reproducción y difusión de los documentos escritos  que resguardan esas identidades (o propiedades) a mi nombre. El Estado controla las oficinas de archivos, las notarías públicas, los registros civiles, las oficinas de pasaportes, los diarios oficiales, los museos, la distribución de libros y de música y de cualquier información en radio, cine, televisión, internet. Sin escritura no habría Estado ni capitalismo. ¿Acaso el comunismo exaltó la oralidad (las culturas orales) para oponerse a la escritura, cuya supresión aseguraría la utopía de un mundo sin propiedad privada?

A continuación, vamos a resumir la primera parte De la gramatología (1967), del filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004), en que se desmorona por completo semejante utopía. 

Como se habrá oído, Derrida fue muy celebrado y criticado por desarrollar la “deconstrucción”, una teoría que busca desmontar las estructuras de la identidad occidental. Pero como desmontar las estructuras de la identidad occidental con las herramientas occidentales es cuando menos contradictorio, hay que decir mejor que Derrida la emprendió contra el legado de la Ilustración francesa del siglo XVIII. Pues tanto la Encyclopédie (1751 y 1772) dirigida por Diderot y D’Alembert, como las utopías ilustradas de Jean Jacques Rousseau, impusieron una división radical entre las “ciencias” y las “humanidades”, reduciendo estas últimas al ámbito europeo. Derrida publicó De la gramatología en 1967 cuando Francia renunciaba a sus posesiones coloniales en África (él mismo había nacido en Argelia en el seno de una familia judío-francesa). ¿Pero realmente renunciaba? ¿No había un neocolonialismo, por ejemplo, en la antropología estructuralista de Claude Lévi-Strauss (1908—2009)? 


Para desmontar las oposiciones binarias de «naturaleza / cultura», «habla / escritura», que Lévi Strauss había teorizado en Los tristes trópicos (1955), cual si se tratara de una antropología de aplicación universal, Derrida primero tuvo que desmontar el binarismo del Curso de lingüística general (1914) de Ferdinand de Saussure (1857-1913), lo del «significado / significante», «habla [sonido] / escritura [imagen]». Sólo que desmontar semejante binarismo, aunque Derrida no lo reconoció lo suficiente, finalmente fue posible en virtud de la lógica computacional y de los sistemas operativos de la era digital. Dado que De la gramatología es un libro denso y con muchísimas referencias, conviene resumirlo en dos premisas y una conclusión:


 Primera premisa: No hay identidad sin lenguaje. O, dicho de otro modo, no hay identidad (interioridad) que no deje «huella» (exterioridad). 

Segunda premisa:  La escritura no debe limitarse a la de las palabras del alfabeto, es decir, al esquema binario de Saussure basado en el significado (voz-sonido) y significante (imagen-escritura), pues hay los llamados pueblos “sin escritura” que en realidad nunca carecen de un cierto tipo de escritura.

Conclusión: En la era de sistemas operativos cibernéticos o algorítmicos, la ciencia de la escritura (la gramatología) debe deconstruir el binarismo alfabético-grecolatino-occidental. O, dicho de otro modo, al haber una archi-escritura hay también una archi-identidad que supera, entre muchas otras cosas, el binarismo de la identidad sexo-genérica. 


Vamos a trabajar sobre estas dos premisas y su conclusión.


Primera premisa. En algún momento de su densa discusión con la metafísica occidental, Derrida llama la atención sobre una pregunta del matemático y lógico inglés Bertrand Russell (1872-1970): “¿Cuál es la más antigua forma de expresión humana, la escritura o el habla?” Esta pregunta-problema le permite a Derrida desafiar la primacía del habla sobre la escritura entendiendo por esta última algo tan antiguo y primitivo como la huella de un animal sobre el lodo o la de una explosión volcánica sobre el paisaje. A la pregunta de Russell, si la más antigua forma de expresión humana es la escritura o el habla, Freud diría que la primera. Pues Freud, al interpretar los sueños, admitió que el registro del contenido onírico era comparable a una escritura jeroglífica más que a una escritura fonética (ver p. 80). Efectivamente, en los sueños a veces uno habla otra lengua y ve lugares en los que jamás ha estado. Lo que al despertar queda del sueño es un leve recuerdo. A este recuerdo Derrida parece llamarlo huella.  La escritura en tanto huella es anterior al ente (p. 61), al ser, a la entidad, a la identidad. 


Segunda premisa. Ya que la escritura no debe limitarse a las palabras del alfabeto, a riesgo de caer en el esquema binario de Saussure basado en el significado (voz-sonido) y significante (imagen-escritura), hay que reconocer que los llamados pueblos “sin escritura” siempre, en realidad, cuentan con un cierto tipo de escritura (p. 111). No hay que reducir la escritura a la alfabética, a la codificación del lenguaje hablado que une el sonido (la voz) con un símbolo visual (la letra). Derrida no insiste en que la tecnología fonética del alfabeto fue la condición para que los antiguos fundaran una nueva civilización basada en el Logos, en la palabra. Derrida más bien reprocha que Platón, en el Fedro, considerara la escritura como algo externo al espíritu, como un vestido o una máscara (p. 46), siendo lo contrario: los diálogos socráticos o platónicos adquirieron importancia y valor precisamente por la escritura alfabética, no al revés. ¿Por qué no adquirieron igual valor los “diálogos” de Confucio? Derrida cita un comparación clave del antropólogo francés J. Gernet, La Chine: aspects et fonctions psychologiques de l’écriture (1950):


"La escritura, al no llegar en China a un análisis fonético del lenguaje, nunca pudo ser sentida como un calco más o menos fiel del habla, y es por esta razón que el signo gráfico, símbolo de una identidad única y singular, conservó gran parte de su prestigio primitivo. En China el habla no tuvo antiguamente la misma eficacia que la escritura, pues el poder del habla fue en parte eclipsado por el poder de la escritura. Contrariamente, en las civilizaciones donde la escritura evolucionó muy temprano hacia el silabario o el alfabeto, es el verbo [el habla] el que concentró en sí, en definitiva, todas las potencias de la creación religiosa y mágica. Y, en efecto, debe destacarse que no se encuentra en China esta sorprendente valorización del habla, del verbo, de la sílaba o de la vocal, que se encuentra en todas las grandes civilizaciones antiguas, desde la cuenca del Mediterráneo hasta la India (citado por Derrida, pp. 122-123)". 


(Paréntesis. ¿No hay cierta similitud entre los chinos y los antiguos mexicanos? ¿No hay una tendencia a callar en la raíz de lo mexicano? A partir de una lectura de Juan de Palafox y Mendoza, quien fuera Obispo de Puebla de los Ángeles en México desde el 3 de octubre de 1639 hasta su traslado a la diócesis de Osma en España en 1653. Pues, durante su tiempo en México, Palafox y Mendoza publicó varios libros y escritos, siendo uno de sus más notables, Virtudes del indio (1643), en el que confesó su admiración por el excesivo mutismo de los mexicanos. Decía el Obispo Palafox que:

"así estuvieran dos horas aguardando audiencia y se juntaran treinta en la sala de espera, ninguno rompía el silencio. Entre dos el hablar es preeminencia tan grande que es señal de superioridad, como lo es de subordinación y obediencia el callar. Para decir a uno “superior” lo  llaman Tlatoani, que quiere decir el que habla, el que tiene jurisdicción para hablar".


El indígena mexicano, según Palafox, es callado hasta para declarar sus sentimientos amorosos, lo que a él le parece el colmo:


"El indio mexicano mancebo que pretende casarse con alguna doncella india, sin decirla cosa alguna —ni a sus deudos—, se levanta muy de mañana y le barre ha puerta de su casa. Y, en saliendo la doncella con sus padres, entra, limpia todo el patio; y otras mañanas les lleva leña, otras agua; y, sin que nadie le pueda ver, se las pone a la puerta. Y de esta manera va explicando su amor y mereciendo, descubriendo cada día más en adivinar el gusto de los suegros, incluso antes de que ellos le envíen cosa alguna. Y eso, sin hablar palabra a la doncella ni concurrir en parte alguna en su compañía, ni aun osar mirarla al rostro, ni ella a él. Hasta que a los parientes les parece que ha pasado bastante tiempo y que tiene méritos y perseverancia para tratar de que se case con ella. Y entonces, sin que él le hable en ello, lo disponen" (citado por A. Reyes, Los callados”, Tren de ondas, OC VIII, pp. 392-393).


¿No hay una simbología, una suerte de escritura externa en el acto de limpiar todo el patio y de llevar leña y otras veces agua? A veces, las palabras no son tan necesarias. Al menos la escritura no debería subordinarse al habla. Según el principio de visibilidad la imagen acaba por imponerse al sonido, el lenguaje es en primer término escritura. La escritura es anterior a cualquier fonema). 


Conclusión 1. Derrida critica que la identidad occidental (la metafísica y la ontología) se funden en la voz, en la palabra que da significado (concepto o sentido) al significante (al signo gráfico). Derrida cita dos definiciones iguales, una de Aristóteles y otra de Saussure, para indicar que la lingüística moderna sigue heredando lo de hace dos mil años: el auto-engaño del logocentrismo: a) “Los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados de alma, y las palabras escritas, los símbolos de las palabras emitidas por la voz” (Aristóteles, De interpretación). b) “Lengua y escritura son dos sistemas de signos distintos; la única razón de ser del segundo es la de representar el primero” (Saussure, 1914). 


Conclusión 2. Para Derrida, no hay que hablar de identidades, sino de huellas. La huella como escritura es el movimiento de la diferencia, de algo que fue, pero que ya no es. La huella-escritura es por tanto ausencia como presencia. Permite un entre-espacio (in-between). Un no-origen: un presente eterno. La huella-escritura, además, no depende de un signo audible, fónico o gráfico para representarse. En tanto ausencia-presencia, ella supera al signo. Mejor dicho, la huella-escritura es lo que permite la articulación de los signos entre sí. En síntesis, la huella-escritura hace posible la pregunta por una identidad que no puede dejarse reducir a la forma de la presencia. Es evidente que Derrida adelantaba desde 1967 una identidad de la ausencia o de la distancia, es decir, la identificación digital o alfanumérica que registra –digita y computa mediante las microcomputadores de nuestros teléfonos celulares– cualquier huella, desde clics o movimientos del dedo índice hasta mensajes de textos, de voz, de video, o bien, cuántos latidos, respiraciones y un largo etcétera. 






2da sesión: El principio de identidad desde la Lógica



   

1. El principio de identidad desde la Lógica


Al final de Descripción del ser humano, Blumenberg cita de Nietzsche la intempestiva Verdad y mentira en sentido extramoral, para preguntarse qué sabe el ser humano en realidad de sí mismo. ¿Acaso la naturaleza no le oculta lo qué es, incluso sobre su propio cuerpo, para hechizarlo y encerrarlo en una orgullosa conciencia ilusoria, lejos de las sinuosidades intestinas, del rápido fluir de los torrentes de sangre, de la compleja trama de fibras nerviosas? 


En 1873, en un periodo de muchísimos cambios científico-técnicos, el filósofo Nietzsche sentenció que el intelecto, como medio de conservación del individuo humano, desarrolla todas sus fuerzas en la ficción. Pues bien, el principal medio del intelecto –o de la ficción– es la Lógica. Pues la lógica, como veremos, es un órganon, un instrumento del conocer. 


La lógica es la disciplina que se encarga de resolver un problema. Para resolver el problema de la identidad, por ejemplo, lo primero es plantear y ver conexiones entre un ser y otro o entre un objeto y otro, ya que dos personas o cosas en el universo no pueden ser absolutamente iguales. El problema de la identidad puede resolverse o plantearse mediante la lógica porque, en el fondo, se trata de un problema de orden lógico-gramatical y tiene que ver con el impacto de la escritura. Volveremos a ello más adelante. Por lo pronto, tengamos en cuenta los tres principios lógicos formulados por Aristóteles dos o tres siglos antes de Cristo, tanto en su Órganon como en su Metafísica (que en realidad debería haberse llamada Ontología, es decir, estudio del ser o de la identidad):
 
a) El principio de identidad, o lo que es lo mismo: A = A. Un ejemplo: ¿soy en verdad el mismo que cuando niño, o solo una continuidad de aquel niño? Puesto en término de identidad nacional, el principio de identidad rezaría: “si empiezas tu argumentación considerando que eres mexicano (A), no lo olvides en el camino”; o, mejor: “si empiezas tu argumentación considerando que eres mexicano (A), y encuentras en el camino que tu identidad no es la mexicana (A), entonces tienes otro comienzo”. 

b) El principio de no contradicción: «Nada puede ser y no ser simultáneamente».  O, dicho de otro modo, la imposibilidad de que sean verdaderos, a la par, dos juicios si uno de ellos afirma lo que el otro niega. Si decimos A es A, y al mismo decimos A no es A, uno de los dos juicios es necesariamente falso. 

c) El principio de tercero excluido: no existe una tercera posibilidad. O alguien está vivo o está muerto.  

En los últimos doscientos años ha habido grandes revoluciones en el pensamiento lógico para perfeccionar –y a veces abandonar– estos tres principios aristotélicos. En dos obras, The Mathematical Analysis of Logic (1847) y en An Investigation of the Laws of Thought (1854), el inglés George Boole fundó las bases del pensamiento binario. Se trata de una álgebra lógica que sacrifica todos los números, con sus posiciones de valor, a favor de las decisiones binarias. Sus símbolos no tienen valores aritméticos, sino lógicos y estratégicos, lo que permitió más tarde las simulaciones por computadora. Boole fusionó la aritmética con la lógica, o lo que es lo mismo los números con las letras creando así una lógica alfanumérica basada en tres símbolos:

a) Símbolos literales: lo que en inglés es AND [y], OR [o] y NOT [no], que representan objetos de nuestras concepciones y que pueden tomar dos valores: 0 (falso) 1 (verdadero). O lo que es lo mismo 0 (ausencia) y 1 (presencia). 

b) Signos de operación: tales como el +, el —, el X, mediante los cuales los signos literales son combinados en afirmaciones significativas. Por ejemplo, la suma (OR) y el producto (AND) permiten combinar los símbolos literales en afirmaciones significativas. La operación AND es una operación binaria y se representa así:
a b y = a · b
0 0 0
0 1 0
1 0 0
1 1 1

Esta tabla muestra que el resultado de la operación "AND" solo es verdadero (1) cuando ambos operandos son verdaderos (1). Si alguno de los operandos es falso (0), el resultado será falso (0). 

c) El signo de identidad: = es la relación fundamental para la posterior creación de circuitos eléctricos y sistemas de automatización.  


Esta lógica de tres valores constituyó una alternativa de gran utilidad para la mecánica cuántica y para el desarrollo de la máquina universal de Turing, esto es, de la computadora, lo mismo que para el pensamiento estructuralista-antropológico de Lévy-Stauss: 

a) Lo verdadero: 1 [SÍ]. 
b) Lo falso: 0 [NO]. 
c) Lo posible: 1 / 2. [ENTONCES-ENTER]. 
 

a) X es idéntico a Y.
b) X es el mismo "A" que Y.
c) "A" es lo que resulta del contexto). 

febrero 21, 2024

1era sesión: Teoría fenomenológica de la identidad (Descripción del ser humano, Hans Blumenberg).







1. La imposibilidad de definir la identidad es parte de la esencia del ser humano. Sabemos más de los otros que de nosotros mismos. Llamemos "nosotros" al género humano en general. Al animal bípedo-político que habla. Hace 2 millones de años se tiene registro arqueológico del primer homo sapiens. Hace 4.500 millones, según registros geológicos, se formó este planeta terráqueo (compuesto en un 70 % por agua). Hace 13.7 mil millones de años, según observaciones astronómicas, comenzó a expandirse el universo mediante el Big Bang. Por lo tanto, si hace apenas 2 millones de años surgió como especie el homo sapiens, eso quiere decir que en el tiempo profundo de la Historia planetaria y universal no somos casi nada. Partiendo de lo general a lo particular, de la historia planetaria a la historia del homo sapiens, el filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996) se remontó hasta el tiempo profundo de la evolución en busca de la identidad humana en pureza. 


2.  En su libro póstumo Descripción del ser humano, el presupuesto teórico de Blumenberg es la fenomenología, una corriente filosófica formulada por Edmund Husserl en la primera mitad del siglo XX. Viene de la expresión griega fenómeno, que significa mostrarse, o lo que se muestra, lo patente. Fenomenología quiere decir: «permitir ver lo que se muestra, tal como se muestra por sí mismo, efectivamente por sí mismo» (Heidegger, Ser y tiempo & 7c, p. 45). “Más alta que la realidad está la posibilidad”. Esa posibilidad de ver las cosas en sí es, pues, la materia de la fenomenología. En este sentido, ¿qué fenómeno histórico-natural o biológico permitió la aparición de una conciencia, valga la redundancia, de una consciencia humana capaz de ser consciente de sí misma, a saber, de su identidad?


3. Blumenberg, en el último capítulo de Descripción del ser humano, plantea el principio de la visibilidad. Desde el punto de vista biológico, ¿qué condiciona el fenómeno interno o externo que llevó a que el bípedo humano se preguntara por su identidad? Según Blumenberg, en el surgimiento de la conciencia de la identidad hay una correlación con la postura bípeda o erguida, pues este cambio de postura significó también un cambio de biotopos o hábitat. Al pasar del ambiente selvático al estepario, el futuro ser humano o proto-humano ya pudo abandonar genéticamente la cola, ya no la necesitó para vivir colgado de los árboles. Al abandonar la aparente protección de la selva, el bípedo humanoide tuvo que vérselas con la estepa, es decir, con un horizonte despejado de árboles: con un valle, con un desierto o con un altiplano. Solitario con su prole, el ser humano tuvo que enfrentar varias condiciones que lo obligaron a desarrollar una tremenda conciencia de la visibilidad externa. Blumenberg se remonta dos millones de años atrás. Citémoslo:

"Para la historia del origen del ser humano tendremos que partir de la reducción de las selvas terciarias, provocada por el clima, lo que llevó a las especies que habitaban las selvas a emigrar a la estepa. Podemos suponer que en el cruce de la frontera entre ambos hábitats se fue decidiendo lentamente la superioridad en la capacidad de adaptación de los individuos y finalmente de las especies. Superiores fueron quienes no tuvieron necesidad de aguantar o perder la lucha por la existencia, intensificada en el hábitat reducido, exclusivamente con los recursos genuinos de su dotación orgánica. La lucha por la existencia no consiste sólo en agresión. Superior puede haber sido el que se dio a la fuga. Porque la fuga significaba aquí pisar y dominar un espacio de condiciones básicas inmensamente diferentes: la vastedad y la apertura óptica de la estepa [...]. Una condición fundamental para un ser vivo que ha sido forzado a hacer que sus acciones útiles para la vida sean precedidas por el procesamiento de multiplicidades de sensaciones para convertirlas en objetos es la condición totalmente elemental de tener tiempo. Ése es el beneficio de la estepa con respecto a la selva. La selva ofrece escondrijos, pero también constantes amenazas. En cambio, el vasto espacio de la estepa o de los valles o altiplanos puede ser explorado ópticamente, lo cual siempre significa a la vez que se lo puede organizar según las distancias y por consiguiente según los tiempos. La vida fuera de la selva, sin el obstáculo de tantos árboles, dio pie para el nacimiento de la visión y de la reflexión y de la toma de decisión. Aquí comienza una parte de esa dignidad humana peculiar y relativamente grave que consiste en evitar la prisa y la precipitación, lo expeditivo y la ligereza, la inmediatez como irreflexión. […]. El que duda, el que consigue dilatar su acción, gana en confianza [Dudar es parte de la identidad. No hay identidades unívocas y éstas están siempre en situación]". (pp. 416-418).

Tratemos de ejemplificar mejor el principio de visibilidad. Si nos subimos a una azotea o al mirador de una montaña se nos aparece un horizonte inabarcable. Tal horizonte inabarcable es el comienzo de la conciencia humana y de nuestra necesidad de identidad. El horizonte es como un desafío. Significa que, en él, quedamos expuestos a ser vistos y a mostrarnos, aunque también a distinguir en la lejanía los peligros del enemigo: un ejército invasor, una avalancha, un incendio, un norte, un huracán. Oteando el horizonte, el ser humano aprendió a predecir. Y la predicción, basada en la técnica de la observación, es la condición para la confianza. Y la confianza en oposición a la desconfianza es, según Blumenberg, la condición para cualquier identidad. La confianza, la identidad, se obtiene mediante el principio de la visibilidad. Pues la visibilidad presupone la experiencia del otro, la experiencia de lo que significa que el otro me vea como yo lo veo. Pero, sobre todo, que me identifique en y por mi apariencia. De ahí que el teatro (palabra de origen griego de la que se desprende la palabra teoría y que quiere decir “ver con ojos mentales”) haya sido la condición para ponernos en el lugar de otros, para representar a otros y hacer el papel de otros, de identificarnos con otros. El teatro primitivo con máscaras, que se practica al parecer por todas las culturas, pone en evidencia la conciencia de la identidad como un posible escándalo. Volveremos sobre ello más adelante. 

4. Por lo pronto, advertimos una tremenda secuela de la visibilidad. Según Blumenberg, lo que ganó el ser humano al erguirse y caminar en dos piernas fue sin duda una gran visibilidad: mirar las estrellas, dominar el horizonte en sus cuatro puntos cardinales en un afán por predecir movimientos y eclipses. Este dominio le permitió planificar el cómputo del tiempo y del clima. Pero lo que perdió el ser humano al erguirse y obtener semejante visibilidad, por otra parte, fue un desconocimiento tremendo y hasta una vergüenza de su propio cuerpo. Blumenberg se remonta al mito de Adán y Eva para preguntarse por qué ambos se cubren sus partes íntimas. ¿Acaso el conocimiento intelectual supone en el judeocristianismo un abandono o negación del cuerpo en virtud del alma? ¿Cómo nació la noción o identidad de un alma? Al ser conscientes de nuestra desnudez, se desarrolló en nosotros la necesidad del disimulo y del ocultamiento, de la opacidad, del fingimiento, todo lo cual contribuyó a la creación de trajes y telas, de la ropa, de una simbología y, más exactamente, de un lenguaje. En otro ensayo de Blumenberg, Trabajo sobre el mito (1979), se insiste en que la vergüenza a la desnudez se agudizó en el mundo judeocristiano por la condición monoteísta. El olvido del cuerpo, el limitar la sexualidad y hasta el oponerse a los instintos sexuales, fue una condición para obtener mayor conocimiento y ascender al cielo. Más allá de lo supersticioso del asunto, Blumenberg se apoya en el sociólogo Max Weber, en cuya sociología de las religiones éste insiste en la condición tremendamente antropomórfica del dios judeocristiano. Si bien este dios encarnó en su hijo Jesucristo hace 2024 años (según nuestro calendario), “el dios judeocristiano fue y siguió siendo un Dios sin esposa, y, por ello, sin hijos [...]. Esta circunstancia contribuyó –y seguramente, de una forma muy esencial en el caso de Yahvé– a hacerlo aparecer desde el principio, si lo comparamos con otras figuras de divinidades, como un ser de una especie singular; más alejada del mundo”. Incluso todavía hoy, el ser humano no se siente totalmente identificado –satisfecho– ni con su cuerpo ni con su ciudad ni con el paisaje ni con los animales ni con sus congéneres más inmediatos. Prefiere la simulación a la realidad. Interactuar todo el tiempo con su teléfono móvil que con la persona que tiene al frente. Prefiere la escritura a la oralidad, la representación a la voluntad.

5. Blumenberg se remonta aquí a la filosofía de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación [en alemán, Die Welt als Wille und Vorstellung, un clásico de la filosofía publicado en Berlín en 1819 con una segunda edición ampliada y corregida en 1844]. Para Schopenhauer, existimos por una Voluntad de Vivir, que puede ser inconsciente o no y que, en cualquier caso, compartimos con el resto de los animales y seres vivos. Hasta una rana en una charca tiene una enorme voluntad de vivir. Si no la limitara su morfología o anatomía, la rana también quisiera expandirse hasta las estrellas. Cualquier bacteria se esfuerza en resistir al antibiótico. Todo ser vivo lucha por sobrevivir. El ser humano sería solamente un ser de voluntad incluso si no hubiera tomado la decisión general de existir. Es cierto que hay personas que nunca se preguntan por su identidad. Hay otras que, torturadas por la pregunta sobre su identidad, anulan su existencia mediante el suicidio, que es la última de las decisiones posibles, la de no querer existir más. Lo cierto es que existimos. Alguien nos arrojó a aquí.  Si la mariposa y el gato no saben qué son ni se lo preguntan, porque viven por voluntad y no por representación, ¿quién (qué dios) nos arrojó al mundo? ¿Por qué no nos sentimos del todo identificados con este mundo? ¿Acaso por eso hemos inventado tantos dioses supraterrenales, entre cuyos más poderosos y abstractos está el del judeocristianismo? Lo que condiciona el fenómeno externo que llevó a que el bípedo humano se preguntara y sufriera tanto por su identidad, como veremos más adelante, fue la invención de la escritura. Por lo tanto, para reforzar todo lo anterior desde la rigurosidad teórica, conviene abrir un paréntesis sobre los tres principios de la Lógica, el primero de los cuales es precisamente el principio de identidad.