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octubre 17, 2013

De cómo Johann conoció a Espinosa


Fue algún viernes de marzo del año 2003.

Bruscamente latió el corazón de Johann: debió sentir lo que Borges dice que uno siente ante la proximidad del mar.

Vio a Germán Espinosa, nariz sefardí, barba de chivo, corbata al punto, zapatos charolados, a escasos metros, sentado, apoyando su puño izquierdo en el mango del bastón. El escritor de 65 años se llevaba con la otra mano el cigarrillo a la boca; sus ojos chiquitos, casi asiáticos, disparaban afabilidad a través de sus lentes cuadrados. Fumaba también a su lado su esposa Aitana, pelicorta y de tez maquillada, de vez en vez agitando sus pulseras.

Nos aproximamos. 
Johann saludó sin reverencia y con discreción. Midió qué gesto se dibujaba en los ojos castaños de Aitana, misteriosamente redondos o demasiado abiertos como si continuamente estuviera sorprendida por algo, o irritada por el humo del cigarrillo o acaso por algún químico de su pestañina. De ella dependía toda simpatía con el escritor...

Johann sacó de su mochila las cinco novelas de Espinosa que había traído para pedir el autógrafo. Y como excusa para iniciar la conversación le dijo lo que ya me había dicho a mí, que La tejedora de coronas le había parecido genial, pero que personalmente La balada del pajarillo le había gustado más:

– La leí en vacaciones, y me iba temprano de las fiestas para seguir leyéndola toda la noche; esa obsesión de Braulio Cendales por la poeta catalana agarra, no suelta, subyuga – y puso su mano en su garganta para indicarnos cómo lo subyugaba.
 
  Espinosa estalló en una sonrisa triunfante. Johann también: estaba feliz de poder sentarse con su escritor favorito para expresarle sus simpatías. Quiso atemperarse, dando otro sorbo al café aguado con resinas de acero en el fondo por culpa de la lámina algo oxidada de la greca, y en un rapto de reflexión dijo de pronto que, como pensaba uno de los personajes de la novela, la admiración no era propiamente una virtud.
–… Pero yo lo admiro, maestro – le dijo a Espinosa –: digan lo que digan para mí usted es el mejor escritor vivo de Colombia.  

      –––– No me llames “maestro”. ¿No crees que es el comienzo de cierto fanatismo? – y Espinosa nos dibujó una sonrisa burlona, casi maligna por su barba de chivo.

Sin dejar de sonreír nos confesó que esa frase sobre la admiración no era propiamente suya. Se la había dicho el ex presidente López Michelsen, sí, para que escatimara. Espinosa le había escrito un libro apologético como apoyo a su campaña, por los años setenta del siglo pasado, pero ningún voto generó ese libro para el triunfo ni tampoco convenció a nadie. Y una vez presidente, López fácilmente se olvidó de él, “de ese escritorzuelo”. Sólo que el libro sí que había servido para algo: el repudio de la intelectualidad izquierdista y derechista y anarquista se batió contra él, contra Espinosa, por ser el “escritor vendido al régimen”. Y repudiado por León de Greiff, vetado del Café Automático y de diarios y revistas, Espinosa se convirtió en el perfecto chivo expiatorio. Se acordó de su suerte el canciller de turno, el historiador Liévano Aguirre, y enternecido por la ingenuidad política de aquel novelista en ciernes que desconocía cómo en política todo consiste en despreciar al otro, lo contentó con un mediocre puesto diplomático y lo envió al África profunda con escasos viáticos, aunque suficientes para trasladarse con su familia. Vivió un año a las afueras de Nairobi, y antes de regresarse lo pusieron de secretario en la delegación de Yugoslavia unos cuantos meses más, en tiempos del mariscal Tito, donde igualmente la bohemia estaba muy mal vista. Llegó sediento de alcohol a Bogotá en 1979 diciendo, argumentándolo mejor en su novela El magnicidio, que el comunismo tenía los días contados. La intelectualidad izquierdista no le perdonó tamaña blasfemia y aun lo aisló el doble.

Doña Aitana sonrió de esa anécdota como si le despertara felices recuerdos. O como si se burlara. No había ceniceros en aquella cafetería y con discreción arrojó al suelo su cigarrillo ya consumido hasta el filtro y que amenazaba con apagarse en sus dedos amarillentos, y Espinosa lo aplastó con su bastón como si fuera una luciérnaga moribunda.

Fue entonces cuando resbalé la conversación por pendientes abruptas.

Por esas fechas acababa de salir Memoria de mis putas tristes, y me atreví a preguntarle a Espinosa si ya había leído la última de su principal competencia literaria. Se lo dije así. Me gustaba dar caña.

El viejo costeño alzó las cejas. Quiso como enfurecerse, pero tosió ahogadamente treinta segundos por el enfisema pulmonar. Johann me clavó sus ojos como si me acusara de estarlo matando. Se recobró el escritor. Volvió a encender otro cigarrillo y sin desdibujársele cierto rictus de asfixia aceptó responder a mi desafiante pregunta:

      – Esta mañana – nos contó – recibí la llamada tal vez de un despistado o perverso periodista, solicitándome alguna opinión sobre la novela de nuestro Premio Nobel. Le aclaré que cualquiera que fuese mi opinión no iba aumentar ni a desmejorar las ventas, ya aseguradas por el excesivo despliegue publicitario, de una novela pésima que en nada afectaba por lo demás la grandeza de su autor.

Su acento caribeño sonaba adelgazado por tantos años en Bogotá. Y añadió:

    –  No creo que saquen mis declaraciones. Hace rato dije también que lo que pasaba era que Gabo se quedó en los años cincuenta.

No lo entendimos e hicimos un mohín de extrañeza. Espinosa se apoltronó en la silla, cuya madera lamentó su peso, y volviéndose a incorporar de nuevo nos explicó:

– Él ya no vive en la realidad o no la experimenta de frente, sino a través de sus admiradores. Le pasa lo mismo que a los reyes y presidentes, que se enteran de lo que sucede afuera de sus palacios por lo que deciden contarles sus camarillas de servidores. Desde el Premio Nobel no han dejado de celebrarlo. Yo lo conocí en una bar nocturno que ya no existe, por aquí por Las Aguas, a mediados de los cincuenta. Ambos oficiábamos de periodistas. De esa época son La hojarasca y El coronel. De Márquez me gusta hasta El otoño. De resto se ha vuelto muy cursilón. Pero no hagan caso de mis opiniones. No hereden mis odios.

Johann, con la boca abierta de admiración, la cerró con cierta vergüenza.

– Ustedes ya han ido a Europa, ¿verdad? – prorrumpió Aitana, sonriente, un poco abstraída, como si acabara de salir de algún trance místico.

– No –, dijimos casi al unísono, algo confundidos por el cambio de tema.

– Deberían – y sonriendo apuró su café y aspiró largamente del nuevo cigarrillo que había encendido como si quisiera morirse al soltar la bocanada de humo.

Espinosa se excusó para pasar al baño. Una vez que se oyó cómo ponía el cerrojo, de repente Aitana acercó más la silla a la mesa. Nos sonrió con complicidad. Había desaparecido de su rostro ese velo de mujer abstraída, acostumbrada a la incomodidad de la vida bohemia de su marido a quien seguía a todas partes como si cumpliera con algún designio del más allá, con una reverencia mística. Se acomodó su pelo corto a la altura de sus orejas y se sobó sus manitas. Tintinearon sus pulseras. El maquillaje alrededor de sus ojos recobró cierto aire egipcio, y con otra sonrisa nos celebró que no tuviéramos nada de esos poetastros del barrio colonial de ojos vidriosos, alcoholizados, que a menudo irrumpían en el café alabando a su marido, pedían un trago de aguardiente o de whisky y, cuando ya estaban borrachos, lo insultaban con la misma facilidad con que lo habían elogiado. Vigilando que no se aproximara su marido, nos dijo que quería dejarnos algo en claro: 

      ––– Figúrense. Él quisiera ser tan popular como Márquez. Pero hace literatura demasiado culta. Es muy terco y no quiere admitirlo.

Quedamos sin habla. Speechless. Nos pidió a los dos que siguiéramos viniendo al café. Que yo siguiera trayendo a Johann. Los alegrábamos. Silencio. Spinoza se aproximaba.

Creo que a continuación nos levantamos de la mesa y pagamos la cuenta y que don Jaime, el gordo tendero con un ojo gris y el otro azul, nos recibió el dinero, pasándose varias veces la lengua por el labio superior como si fuera una forma de contarlo, sacando de vuelta unas monedas de la caja registradora. Acababa de despachar a otro cliente con cierta finta de mochilero europeo aunque ya algo cuarentón, y dijo:
      –––– Ese israelita – señaló, poniendo los labios como trompa en la típica forma colombiana de señalar so pena de hacerlo con el dedo y recibir un balazo –: no me creerá, maestro – le dijo a Spinoza, – si le digo que es un vendedor de armas. La otra vez dejó un correo abierto. Vive por aquí, pero – apuntó acusando también en su voz carrasposa el eco de un enfisema – allá se lo haya cada uno con su pecado; no saca uno nada si se pone uno a denunciar.

Espinosa celebró esa sabiduría popular.

– Con tal de que no le venda armas a la guerrilla – añadió sin ningún énfasis,  – todo está bien, Jaime.

El mediodía vivaqueaba contra los espejos de agua de la avenida Jiménez. Las palmeras cobraban un verde más intenso. Las muchachas de los Andes caminaban despojadas de suéteres o chaquetas, en blusa, desnudas de brazos. Acompañamos a Espinosa y a doña Aitana hasta la cuesta de las Torres Jiménez de Quesada. 
Veíamos  todo tipo de peatones: obscurantistas señores en corbata bajando del barrio colonial; beatas chismoseando en una esquina; un escuálido lustrabotas apostado a la salida de un parqueadero; un rudo mendigo pidiendo limosna a estudiantes y a empleados asustadizos, que apuraban el paso; un lotero canoso, engominado, cuchicheando entre taxistas de ojos agrios, mal parqueados en una esquina; por todas partes miradas siniestras.  

Espinosa se había quedado rumiando lo del vendedor de armas israelita – el origen del mal – y nos compartió de pronto una noticia sobre su hijo menor:

      –––– Lo ascendieron del batallón antiguerrilla en el río Arauca a capitán de corbeta. Ya está en la sabe naval de Cartagena. No saben qué preocupación nos quitaron de encima a Aitana y a mí. 

Johann me dijo después su incredulidad de que el escritor humanista tuviera un hijo militar:


– Las armas y las letras. Ya sabés – le dije –.  Desde don Quijote.

(Fragmento de Cuestiones espinosas [en prensa]).

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