HEATHROW:
El capitán anunció que nos
aproximábamos al aeropuerto de Heathrow. A ratos por la
ventanilla, a través de las nubes bajas y espesas de la isla, retazos del campo de la verde Inglaterra, y algo de Londres (ese laberinto) a juzgar por el gris relámpago del Támesis.
Aterrizamos.
La mañana chasqueó en todas
las gamas del gris contra la pista, humedecida por una lluvia nórdica. Mientras
frenaba la nave pasaban y pasaban hangares de donde se asomaban colas de
aviones en reparación. Nuestro Boeing nos vomitó en el terminal 2. Alistamos
pasaportes. A la derecha, UK y UE; a la izquierda, Rest of the World. Todo se
leía solamente en inglés como si no existiera otro idioma en el mundo.
BARAJAS:
La meseta de Castilla La Mancha apareció seca
como piel de toro curtida: entre rojiza y amarillenta, leonada, ambarina, ocre
y dorada por un sol muy distinto al del norte de Europa. Desde la altura se
veían pequeñas represas de ríos diminutos. El trazo geométrico de los cultivos
de olivos semejaban cuadros cubistas de Picasso: imprecisos puntos en fuga.
Sentía que Don Quijote galopaba bajo la sombra del avión persiguiendo a este
pájaro gigantesco… Mientras descendía el jet y aparecían las primeras
autopistas, vi levitando una mancha sepia como si la fuerza del descenso, o los
carros veloces sobre la autopista o Don Quijote invisible hubieran levantado
una estela de polvo rubio. Mancha sobre La Mancha. Cielo del cielo. Doble piel
del toro.
BENITO JUÁREZ:
Apareció un largo lago
encendido: millones y millones de lucecillas amarillas, unas más brillantes que
otras, extendidas y derramadas sobre la planicie del Anáhuac. Más de media hora
duró el avión sobrevolando Ciudad de México, cuya largura parece no tener
comienzo ni fin. La aeronave se ladeaba y se curvaba alistándose para
aterrizar, de modo que en sus giros uno veía ciertos relieves –cerros o montes
que pliegan el Valle– como charcos oscuros, donde la invasión llameante de la
ciudad se detiene o respira: pequeños pulmoncillos del monstruo.
A las 11:54 p.m. puse mis
pies de nuevo sobre México, el país con más dioses y civilizaciones enterradas
o flotando en su aire.
EZEIZA:
... hasta que
surgió la pampa. Un antiguo marinero de la flota mercante – “cuando la Argentina
era el granero del mundo”– me explicaba las ciudades y los ríos que se dibujaban en
esa llanura sin límites, sin la más mínima montaña: Rosario a un costado del
Paraná, el Uruguay formando el Río de la Plata o el mar de agua dulce.
Al salir del aeropuerto olía a ciénaga. Sobre la
llanura un grupo de niños se quedaba jugando fútbol mientras el bus se alejaba
o giraba. Un carro se quemaba en una esquina: ardía en la policromía del
atardecer. Entré a Buenos Aires por el sur de los cuentos de Borges, lleno de
antiguos compadritos. Por el “Sur” del tango de Goyeneche con “paredón y
después; con una luz de almacén; con Pompeya y más allá la inundación…”
EL DORADO:
A la una de la tarde, adormilado en el asiento,
la leve turbulencia del descenso me despertó con un breve vértigo en el
estómago. Por la ventanilla una sabana acostada de color esmeralda salpicada de
humedales, de plásticos blancos cubriendo invernaderos de flores, con la línea
de un río pequeño, oscuro, lento, contaminado. Antes de tocar pista, un
apretado bosque de pinos. Al fondo del altiplano, recostada contra cerros como
raídos, enfriada por los dioses andinos, la masa gris de Bogotá. Y de pronto
aquella extraña exaltación en la sangre por la altura, por la sensación de
ingresar en otro país –así sea el tuyo...
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