Fue algún viernes de marzo del año 2003.
Bruscamente
latió el corazón de Johann: debió sentir lo que Borges dice que uno siente ante
la proximidad del mar.
Vio a
Germán Espinosa, nariz sefardí, barba de chivo, corbata al punto, zapatos
charolados, a escasos metros, sentado, apoyando su puño izquierdo en el mango
del bastón. El escritor de 65 años se llevaba con la otra mano el cigarrillo a
la boca; sus ojos chiquitos, casi asiáticos, disparaban afabilidad a través de
sus lentes cuadrados. Fumaba también a su lado su esposa Aitana, pelicorta y de
tez maquillada, de vez en vez agitando sus pulseras.
Nos
aproximamos.
Johann saludó sin reverencia y con discreción. Midió qué gesto se dibujaba en los ojos castaños de Aitana, misteriosamente redondos o demasiado abiertos como si continuamente estuviera sorprendida por algo, o irritada por el humo del cigarrillo o acaso por algún químico de su pestañina. De ella dependía toda simpatía con el escritor...
Johann saludó sin reverencia y con discreción. Midió qué gesto se dibujaba en los ojos castaños de Aitana, misteriosamente redondos o demasiado abiertos como si continuamente estuviera sorprendida por algo, o irritada por el humo del cigarrillo o acaso por algún químico de su pestañina. De ella dependía toda simpatía con el escritor...
Johann
sacó de su mochila las cinco novelas de Espinosa que había traído para pedir el
autógrafo. Y como excusa para iniciar la conversación le dijo lo que ya me
había dicho a mí, que La tejedora de
coronas le había parecido genial, pero que personalmente La balada del pajarillo le había gustado más:
– La
leí en vacaciones, y me iba temprano de las fiestas para seguir
leyéndola toda la noche; esa obsesión de Braulio Cendales por la poeta catalana agarra, no suelta, subyuga – y puso su mano
en su garganta para indicarnos cómo lo subyugaba.
Espinosa estalló en una sonrisa triunfante.
Johann también: estaba feliz de poder sentarse con su escritor favorito para
expresarle sus simpatías. Quiso atemperarse, dando otro sorbo al café aguado con
resinas de acero en el fondo por culpa de la lámina algo oxidada de la greca, y en un
rapto de reflexión dijo de pronto que, como
pensaba uno de los personajes de la novela, la admiración no era propiamente
una virtud.
–… Pero
yo lo admiro, maestro – le dijo a Espinosa –: digan lo que digan para mí usted es el mejor
escritor vivo de Colombia.
– –––– No me
llames “maestro”. ¿No crees que es el comienzo de cierto fanatismo? – y Espinosa nos
dibujó una sonrisa burlona, casi maligna por su barba de chivo.
Sin dejar de sonreír nos confesó que esa frase
sobre la admiración no era propiamente suya. Se la había dicho el ex presidente
López Michelsen, sí, para que escatimara. Espinosa le había escrito un libro
apologético como apoyo a su campaña, por los años setenta del siglo pasado,
pero ningún voto generó ese libro para el triunfo ni tampoco convenció a nadie.
Y una vez presidente, López fácilmente se olvidó de él, “de ese escritorzuelo”. Sólo que el libro sí que había servido para algo: el repudio de la intelectualidad
izquierdista y derechista y anarquista se batió contra él, contra Espinosa, por
ser el “escritor vendido al régimen”. Y repudiado por León de Greiff, vetado
del Café Automático y de diarios y revistas, Espinosa se convirtió en el perfecto
chivo expiatorio. Se acordó de su suerte el canciller de turno, el
historiador Liévano Aguirre, y enternecido por la ingenuidad política de aquel
novelista en ciernes que desconocía cómo en política todo consiste en
despreciar al otro, lo contentó con un mediocre puesto diplomático y lo envió
al África profunda con escasos viáticos, aunque suficientes para trasladarse
con su familia. Vivió un año a las afueras de Nairobi, y antes de regresarse lo
pusieron de secretario en la delegación de Yugoslavia unos cuantos meses más,
en tiempos del mariscal Tito, donde igualmente la bohemia estaba muy mal vista.
Llegó sediento de alcohol a Bogotá en 1979 diciendo, argumentándolo mejor en su novela El magnicidio, que el comunismo tenía los días
contados. La intelectualidad izquierdista no le perdonó tamaña blasfemia y aun lo aisló el doble.
Doña
Aitana sonrió de esa anécdota como si le despertara felices recuerdos. O como
si se burlara. No había ceniceros en aquella cafetería y con discreción arrojó
al suelo su cigarrillo ya consumido hasta el filtro y que amenazaba con apagarse
en sus dedos amarillentos, y Espinosa lo aplastó con su bastón como si fuera
una luciérnaga moribunda.
Fue entonces
cuando resbalé la conversación por pendientes abruptas.
Por
esas fechas acababa de salir Memoria de
mis putas tristes, y me atreví a preguntarle a Espinosa si ya había leído
la última de su principal competencia literaria. Se lo dije así. Me gustaba dar
caña.
El
viejo costeño alzó las cejas. Quiso como enfurecerse, pero tosió ahogadamente
treinta segundos por el enfisema pulmonar. Johann me clavó sus ojos como si me
acusara de estarlo matando. Se recobró el escritor. Volvió a encender otro
cigarrillo y sin desdibujársele cierto rictus de asfixia aceptó responder a mi
desafiante pregunta:
– – Esta
mañana – nos contó – recibí la llamada tal vez de un despistado o perverso
periodista, solicitándome alguna opinión sobre la novela de nuestro Premio
Nobel. Le aclaré que cualquiera que fuese mi opinión no iba aumentar ni a desmejorar
las ventas, ya aseguradas por el excesivo despliegue publicitario, de una
novela pésima que en nada afectaba por lo demás la grandeza de su autor.
Su acento caribeño sonaba adelgazado por tantos
años en Bogotá. Y añadió:
– – No creo
que saquen mis declaraciones. Hace rato dije también que lo que pasaba era que
Gabo se quedó en los años cincuenta.
No lo entendimos e hicimos un mohín de extrañeza.
Espinosa se apoltronó en la silla, cuya madera lamentó su peso, y volviéndose a
incorporar de nuevo nos explicó:
– Él ya
no vive en la realidad o no la experimenta de frente, sino a través de sus
admiradores. Le pasa lo mismo que a los reyes y presidentes, que se enteran de
lo que sucede afuera de sus palacios por lo que deciden contarles sus
camarillas de servidores. Desde el Premio Nobel no han dejado de celebrarlo. Yo
lo conocí en una bar nocturno que ya no existe, por aquí por Las Aguas, a
mediados de los cincuenta. Ambos oficiábamos de periodistas. De esa época son La hojarasca y El coronel. De Márquez me gusta hasta El otoño. De resto se ha vuelto muy cursilón. Pero no hagan caso de
mis opiniones. No hereden mis odios.
Johann,
con la boca abierta de admiración, la cerró con cierta vergüenza.
– Ustedes ya han ido a Europa, ¿verdad? – prorrumpió
Aitana, sonriente, un poco abstraída, como si acabara de salir de algún trance
místico.
– No
–, dijimos casi al unísono, algo confundidos por el cambio de tema.
– Deberían
– y sonriendo apuró su café y aspiró largamente del nuevo cigarrillo que había encendido como si quisiera morirse al soltar la bocanada de humo.
Espinosa se excusó para pasar al baño. Una vez que se oyó cómo ponía el cerrojo, de
repente Aitana acercó más la silla a la mesa. Nos sonrió con complicidad. Había
desaparecido de su rostro ese velo de mujer abstraída, acostumbrada a la
incomodidad de la vida bohemia de su marido a quien seguía a todas partes como
si cumpliera con algún designio del más allá, con una reverencia mística. Se
acomodó su pelo corto a la altura de sus orejas y se sobó sus manitas.
Tintinearon sus pulseras. El maquillaje alrededor de sus ojos recobró cierto
aire egipcio, y con otra sonrisa nos celebró que no tuviéramos nada de esos
poetastros del barrio colonial de ojos vidriosos, alcoholizados, que a menudo irrumpían en el
café alabando a su marido, pedían un trago de aguardiente o de whisky y, cuando ya estaban borrachos, lo insultaban con la misma facilidad con que lo habían elogiado.
Vigilando que no se aproximara su marido, nos dijo que quería dejarnos algo en
claro:
– ––– Figúrense.
Él quisiera ser tan popular como Márquez. Pero hace literatura
demasiado culta. Es muy terco y no quiere admitirlo.
Quedamos sin habla. Speechless. Nos pidió a los
dos que siguiéramos viniendo al café. Que yo siguiera trayendo a Johann. Los
alegrábamos. Silencio. Spinoza se aproximaba.
Creo
que a continuación nos levantamos de la mesa y pagamos la cuenta y que don
Jaime, el gordo tendero con un ojo gris y el otro azul, nos recibió el dinero,
pasándose varias veces la lengua por el labio superior como si fuera una forma
de contarlo, sacando de vuelta unas monedas de la caja registradora.
Acababa de despachar a otro cliente con cierta finta de mochilero europeo
aunque ya algo cuarentón, y dijo:
– –––– Ese
israelita – señaló, poniendo los labios como trompa en la típica forma
colombiana de señalar so pena de hacerlo con el dedo y recibir un balazo –: no
me creerá, maestro – le dijo a Spinoza, – si le digo que es un vendedor de
armas. La otra vez dejó un correo abierto. Vive por aquí, pero – apuntó
acusando también en su voz carrasposa el eco de un enfisema – allá se lo haya
cada uno con su pecado; no saca uno nada si se pone uno a denunciar.
Espinosa
celebró esa sabiduría popular.
– Con
tal de que no le venda armas a la guerrilla – añadió sin
ningún énfasis, – todo está bien, Jaime.
El
mediodía vivaqueaba contra los espejos de agua de la avenida Jiménez. Las
palmeras cobraban un verde más intenso. Las muchachas de los Andes caminaban
despojadas de suéteres o chaquetas, en blusa, desnudas de brazos. Acompañamos
a Espinosa y a doña Aitana hasta la cuesta de las Torres Jiménez de Quesada.
Veíamos todo tipo de peatones: obscurantistas señores en corbata bajando del barrio colonial; beatas chismoseando en una esquina; un escuálido lustrabotas apostado a la salida de un parqueadero; un rudo mendigo pidiendo limosna a estudiantes y a empleados asustadizos, que apuraban el paso; un lotero canoso, engominado, cuchicheando entre taxistas de ojos agrios, mal parqueados en una esquina; por todas partes miradas siniestras.
Veíamos todo tipo de peatones: obscurantistas señores en corbata bajando del barrio colonial; beatas chismoseando en una esquina; un escuálido lustrabotas apostado a la salida de un parqueadero; un rudo mendigo pidiendo limosna a estudiantes y a empleados asustadizos, que apuraban el paso; un lotero canoso, engominado, cuchicheando entre taxistas de ojos agrios, mal parqueados en una esquina; por todas partes miradas siniestras.
Espinosa
se había quedado rumiando lo del vendedor de armas israelita – el origen del mal – y nos compartió
de pronto una noticia sobre su hijo menor:
– –––– Lo
ascendieron del batallón antiguerrilla en el río Arauca a capitán de corbeta. Ya
está en la sabe naval de Cartagena. No saben qué preocupación nos quitaron de
encima a Aitana y a mí.
Johann me dijo después su incredulidad de que el
escritor humanista tuviera un hijo militar:
– Las armas y las letras. Ya sabés – le dije –.
Desde don Quijote.
(Fragmento de Cuestiones espinosas [en prensa]).
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