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Los
rodonianos: Ottmar Ette, Belén Castro, Hugo Manini,
Susana
Monreal, Sebastián Pineda, María Saavedra, Gustavo San
Román,
Fabio Muruci, Alejandro Cáceres, Horacio Bernardo,
Gonzalo
Aguiar, Casandra Boldor, Martha Canfield, Juan Pablo
Drews, Osmar González, Jorge Leone, Laura
Osta, Brigitte
Natanson,
Romeo Pérez, Ramiro Pedetti, Shawn McDaniel.
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Acaba
de renovarse –renovarse es vivir– el
interés por uno de los ensayistas más entrañables de este idioma, puesto que se
ha celebrado en Montevideo el Primer Congreso Internacional sobre el pensador
uruguayo José Enrique Rodó. Cierto aire de
no creerlo todavía me lleva a preguntarme si fue verdad tanta dicha: ¿Un
Congreso sobre José Enrique Rodó? Como si hubiese sido hace unos minutos,
todavía me veo escuchando de viva voz las 21 conferencias en torno a Rodó y conociendo
de primera mano a los 24 rodonianos invitados, provenientes de diversas
regiones del planeta, y aún a gente del público en general que comentaba alguna
cosa después de cada ponencia. El entusiasmo por semejante Congreso no se me
disipa, y ante mí quiero pensar que tengo a Hugo Manini, el presidente de la
Sociedad Rododiana, para agradecerle. El trato de tú a tú salvará a la humanidad, porque es la única forma del
diálogo (no las redes sociales). Aún me veo en un café con Belén Castro, quien hizo la edición crítica del Ariel para Cátedra; me veo bebiendo un medio y medio, el trago tradicional uruguayo que combina vino espumoso dulce y vino blanco seco en iguales cantidades, con Gustavo San Román, un rodoniano
radicado en Saint Andrews, Escocia; me veo, después de presenciar tremendo Réquiem de Verdi, cenando pesca del día
en el restaurante contiguo al Teatro Solís con Gonzalo Aguiar, Fabio Muruci y
Alejandro Cáceres. Gracias a la impecable logística de Laura Osta, todo fue
estupendo.
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El escritorio de Rodó |
No
se trató de un congreso exclusivamente académico sino ecuménico. Abierto a personas de todo el mundo, de todos
los países y de todos los tiempos. No hay nada de raro en ello. El Ariel de Rodó, desde cuando apareció por
primera vez en la imprenta Dornaleche de Montevideo a principios de 1900, fue
como una piedrecilla cuyas ondas
concéntricas alcanzaron un diámetro muchísimo mayor que las dimensiones del estanque local o nacional. Al cabo de un año, en 1901, el Ariel se reprodujo en la antigua la isla La Española, en el
suplemento de la Revista Literaria de
Santo Domingo; por intermedio del ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña
también se editó en 1905 en la revista Cuba
literaria de La Habana; en 1908 el general Bernardo Reyes –padre del ensayista mexicano Alfonso Reyes– lo editó en la Imprenta del Estado de Nuevo
León, en Monterrey, y ese mismo año el Secretario de Instrucción Pública, Justo
Sierra, lo hizo editar en la Escuela Nacional Preparatoria de la capital de
México; ejemplares del Ariel
aparecieron también en la Editorial Sempere, de Valencia, España, igualmente en
1909. Como toda fuerza positiva desata una negativa, el Ariel de
Rodó ha sobrevivido al siglo XX y aun lo que llevamos del XXI como un yunque,
soportando los golpes o martillazos del “revisionismo” ideologizado de la
Revolución cubana a manos del Calibán
(1971) de Roberto Fernández Retamar, y aun los hachazos del multiculturalismo y
el poscolonialismo que le reclaman –bajo el más absoluto anacronismo– el
discurso indigenista, el de las negritudes, el feminista y el queer. Rodó nunca necesitó cohonestar
con el apartheid anglosajón. Su
mensaje es, insistamos, ecuménico.
Confieso
que estuve a punto de pensar que mi interés por el autor de Ariel iba a quedarse en algo personal,
compartido con dos o tres colegas, pues ya se sabe que el Ensayo
Hispanoamericano es una asignatura que brilla por su ausencia en casi todos los
estudios medios y superiores. Seguimos siendo, en buena
parte, colonias mentales del estructuralismo francés o del multiculturalismo
anglo-americano.
En noviembre de 2016, cuando justamente discutía eso en un
Tercer Congreso de Historia Intelectual de América Latina en El Colegio de
México, de repente recibí un correo electrónico de la Sociedad Rododiana. Siete meses después, el 24
de julio de 2017, se hizo realidad la invitación. Una Van me recogió en el aeropuerto de
Montevideo para llevarme al Hotel Victoria en la Plaza Independencia. Era una mañana lluviosa. La
Van abandonó el distrito de Canelones por la avenida de las Américas y se
enfiló por la rambla atravesando Carrasco, Pocitos y Punta Carretas, bordeando
todo el tiempo el mar. No se olvide que Rodó nació, creció y escribió al lado
de este mar. Los vientos y las mareas le conceden al mar de Montevideo
justamente un carácter proteico o cambiante, pues a veces sus orillas cobran el
color cobrizo o de león del Río de la Plata y otras veces le conceden el azul
marino o cobalto o verde esmeralda de mar adentro.
Montevideo acaso sea una de las capitales hispanoamericanas
más jóvenes. Se erigió por Real Cédula de 1726 de la Corona Española, y tiene
su parte de Ciudad Vieja que, volcada al mar, conserva su espíritu de municipalidad
o cabildo hispano. Se dice que se fundó para frenar el avance del imperialismo
británico (disfrazado de portugués) que ya había fundado la Colonia de
Sacramento en la Banda Oriental. Se ha dicho que Uruguay es como un país coto o tapón, hecho república por los intereses de la Corona Británica,
para impedir que se miren de frente –que choquen entre sí– dos monstruos como Argentina y Brasil; pero yo
quisiera pensar que Uruguay es más bien como un katheon
(en lenguaje bíblico el que frena la llegada del Anticristo), es decir, el que
mantiene unida la banda oriental del Río de la Plata –que es la principal puerta
de entrada fluvial del Cono Sur– con el habla española.
Desde el país más pequeño de América se ha pensado mejor en la América magna —pues los mitos nacionales
quedan anulados— y prueba de ello son los nombres de origen uruguayo de primera línea en la crítica y la ensayística: Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal, Arturo Ardao, Carlos Reyles, Alberto Nin Frías, y otros que se me escapan.
Ahora
bien, ríos de tinta han corrido sobre las identidades nacionales de cada país o
región bajo el mito de que un gesto, un rasgo, una bebida, un acento ya nos
hace una colectividad distinta de otra. Para Rodó, sin embargo, la democracia genuina no puede
asentarse sobre colectividades abstractas, sino sobre individuos concretos.
Rodó vivió en una era anterior a las despolitizaciones de nuestro tiempo, y
justamente su Ariel ha de verse como katheon o freno de la plutocracia, es decir, de la torpe confianza
en que basta el dinero para sacar de pobre a alguien; o que basta saber y dominar la economía para regir las relaciones de los pueblos. Militante político
del Partido Colorado, Rodó se postuló y fue electo diputado en tres
legislaturas, y contra el liberalismo plutocrático se enfrentó al líder de su
propio partido, el dos veces presidente José Batlle y Ordoñez.
Rodó fue amigo del obrero y se consideró a sí mismo parte de clase trabajadora por cuanto daba el pan espiritual para su pueblo. Murió meses antes de la Revolución Bolchevique (1917), es decir, antes de que el humanismo fuera reducido a sociología de izquierdas por el marxismo-leninismo, o totalmente marginado por la tecnocracia del neoliberalismo.
No se nace siendo hispanoamericano o latinoamericano. Alemania es un
Estado-nación aún más joven que Uruguay, y sus ciudadanos se hicieron alemanes
a fuerza de cultura y método, es decir, de instrucción pública. La civilización
y la cultura son indivisibles, y Latinoamérica (incluyendo España y Brasil)
tendrá aún mayor bienestar y progreso si a la posesión de máquinas se une la lectura y el comentario del Ariel de Rodó.
La
casa de Rodó en Montevideo, en la Ciudad Vieja y cerca de la del poeta Julio Herrera y Reissig, luce con lianas y
abandonada, pero se conserva un liceo con su nombre que ya lleva 100 años y en
donde se guardan y se exhiben sus principales manuscritos. La continuidad es la clave de la cultura. Y las bibliotecas. En la Biblioteca
Nacional (situada en el centro de Montevideo y no secuestrada por una
universidad como en Ciudad de México) están los archivos de Rodó, que aún contienen innumerables
riquezas según pude explorar de la mano de Gustavo San
Román. Ya sabemos que Emir Rodríguez Monegal hacia 1967, en la edición
de las Obras completas de Rodó para Aguilar, puso casi todo, pero aún hay más. Abundan también las bibliotecas digitales sobre autores uruguayos como Anáforas.
Por lo demás, mi emoción no cesa
todavía de haberme visto en Montevideo y entre rodonianos: Motivos de Proteo
llegó a ser mi libro de cabecera, al punto incluso de inspirarme a bautizar homónimamente
este blog en 2009.
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