diciembre 16, 2025

Tocqueville en México: "una esposa sin amante se considera desdichada..."

 



En una de sus cartas más incómodas, Tocqueville confiesa que durante su estancia en la Ciudad de México hacia el otoño de 1832 no conoció “a una sola mujer que fuera fiel a su marido”. Allí, las nociones de bien y mal se encontraban tan enrevesadas al respecto que una esposa considera una desgracia no tener amante. La observación parece teñida de cierta superioridad moral muy francesa, pero estas cosas ocurren en todas partes. De este tema, de la esposa ilusionada por vivir aventuras extramaritales, Madame Bovary es una prueba fehaciente. La verdad sociológica es incontrovertible: la infidelidad se celebra en voz baja como signo de distinción, y una esposa sin amante se considera desdichada.

El hallazgo de las cartas de Tocqueville sobre México se lo debemos al, para entonces, joven historiador mexicano José Antonio Aguilar Rivera. 
Mientras cursaba estudios de Historia en Chicago, Aguilar Rivera tropezó con un manojo de cartas atribuidas a Tocqueville que hablaban de un viaje a México, entre Veracruz y la altiplanicie, como si hubiera escrito un cuaderno paralelo a La democracia en América. Aguilar Rivera no sabe bien si encontró o soñó las cartas; lo cierto es que, al consultar los archivos del puerto de Veracruz, aparece, una y otra vez, el nombre de la goleta Gleunese, viajando con obstinación entre Nueva Orleans y Veracruz entre 1830 y 1836. A partir de ahí, el joven historiador mexicano decidió creer: si el barco existió, el viaje también.

En octubre de 1832 la goleta Gleunese, donde viaja Tocqueville, toca el puerto de Veracruz. Más que puerto, apunta el ilustrado francés, Veracruz es una rada miserable entre arrecifes traicioneros y vientos que parece soplar siempre en contra de los recién llegados. Tocqueville escribe a su padre que el puerto “no merece ni el nombre de rada”: apenas un ancladero inseguro, una boca de piedra donde se atascan barcazas. México es un país de espaldas al mar. Talsofóbico. Al adentrarse en las callejuelas del puertas y dar con la pequeña plaza central no hay gente. 

 Antonio López de Santa Anna ha decretado un estado de excepción: se ha levantado contra el presidente Anastasio Bustamante, y Veracruz —su feudo— es al mismo tiempo su bastión y rehén. En las cartas, Tocqueville percibe menos las fechas exactas que el clima: un puerto sitiado por la retórica, gobernado por hombres que hablan de patria mientras sus tropas se deshacen en la arena.
Lo que más lo impresiona no es la violencia, sino la distancia social: en los patios del cuartel, la soldadesca harapienta, descalza, mal armada, esperando órdenes que no entienden; en los corredores interiores, los oficiales engalanados, con penachos y charreteras, practicando una pantomima de grandeza europea sobre un suelo que se hunde. El  ejército mexicano como teatro de sombras, con figurines de ópera comandando a hombres que apenas tienen con qué cubrirse del sol. Tocqueville anota, con su crueldad lúcida: “El despotismo, por sí mismo, no puede ser base de nada durable; pero en estas tierras se le trata como si fuera una religión de Estado”.

El camino al altiplano mexicano

Cuando Tocqueville abandona Veracruz rumbo al interior, el paisaje cambia de golpe. La costa plana, húmeda, llena de mosquitos y miasmas, va cediendo a lomas que se levantan tímidas, a potreros de verde extenuado, a caminos de herradura que suben entre magueyes como lanzas inmóviles hasta ascender de repente a las cumbres nevadas del Pico de Orizaba. El Paso de Ovejas aparece en una de las cartas como un lugar de tránsito y de emboscada: un caserío polvoriento rodeado de cerros bajos, donde el camino se estrecha y el silencio de la tarde es apenas interrumpido por el zumbido de insectos y el repicar lejano de alguna herrería. Allí, escribe a su padre, México empieza a convertirse en sospecha.

En el relato del historiador, la diligencia que lleva a Tocqueville viaja acompañada de un personaje inverosímil: el tenor español Manuel del Pópolo Vicente García, gloria de los teatros europeos, ahora convertido en pasajero forzoso del paisaje mexicano. En el páramo de Perote, en la llanura helada que rodea al Cofre de Perote, un grupo de salteadores detiene la comitiva. García hace lo único que sabe hacer: canta. Su voz se eleva en medio del páramo, entre nopales y rocas, y por un instante los asaltantes olvidan la miseria, el botín, la violencia cotidiana. Tocqueville observa, fascinado, cómo los bandidos, enternecidos o desconcertados, los dejan marchar. México aparece así como un país donde el delito se rinde, por unos minutos, a la belleza, para luego volver a la emboscada en la siguiente curva.

En Puebla lo deslumbra la vista magnífica del Paso de Cortés entre dos dioses volcánicos cubiertos de nieve: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. La tierra se vuelve rojiza, sembrada de parcelas pequeñas donde campesinos encorvados trabajan en silencio, bajo un cielo desmesurado que parece aplastar los esfuerzos humanos. Tocqueville anota que en estas altiplanicies la pobreza tiene una dignidad áspera: los hombres casi no hablan, las mujeres se mueven como sombras por los patios de las casas de adobe.

Al llegar a la Ciudad de México, el contraste es brutal. Desde la distancia, el valle aparece como un cuenco inmenso rodeado de montañas azules, salpicado de lagos menguantes, con la ciudad extendida en el centro como una alfombra geométrica. Ya dentro, Tocqueville describe calles rectas, plazas amplias, iglesias profusas y un aire de solemnidad antigua, como si el virreinato no hubiera terminado sino cambiado de uniforme. El joven francés es recibido por la crema y nata de la sociedad capitalina: abogados, generales, clérigos, damas vestidas a la última moda de París, todos empeñados en convencerlo de que México es una nación culta, heroica, destinada a una grandeza futura que nunca termina de llegar.

En estas reuniones de salón, donde corren el chocolate espeso y las anécdotas de conspiraciones recientes, Tocqueville escucha a los caudillos y a sus partidarios recitar la letanía de los agravios: España, la Iglesia, los conservadores, los liberales, los yanquis, el destino, la raza. Lo que le llama la atención no es tanto el contenido como el tono: una retórica desbordada, inflamatoria, que no se reconoce responsable de nada, siempre a la caza de un enemigo externo al que culpar. En sus cartas compara a México con Estados Unidos. “Los angloamericanos son engreídos y preocupados sólo por la ganancia, pero al menos viven en la disciplina áspera de la vida democrática. Los mexicanos, en cambio, son taimados y reservados; sonrientes y crueles; no los une el interés compartido, sino el agravio”.

Aguilar Rivera, copiando estas líneas como si fueran actas notariales, se pregunta si la América española no es un “eslabón perdido” en la evolución social: un cuerpo organizado en estamentos, con una cabeza ilustrada que gira en círculos persiguiendo su propia cola. Entre los criollos ilustrados y el pueblo hay una distancia que ni las proclamas ni las constituciones alcanzan a salvar. La república se declama cada tarde en los cafés de la ciudad, pero en la noche regresa el viejo orden de la obediencia personal, del favor, del compadrazgo.

noviembre 29, 2025

Método para ser culto


 Cómo ser culto. La educación clásica que nunca recibiste, de Susan Wise Bauer, historiadora y madre angloamericana, defiende una idea sencilla y radical: el conocimiento no se hereda ni se compra, se conquista leyendo. Pero no cualquier lectura sirve; no todo texto ilumina ni todo saber ennoblece.
 
“Early to bed and early to rise make a man healthy, wealthy, and wise”, cita Bauer con ironía benévola a Benjamin Franklyn. Pero lo que hace sabio al hombre no es despertarse temprano sino despertar del letargo intelectual.  

Ahora bien, la lectura no se lleva bien con el manual de instrucciones ni con el coaching de productividad. Es, como la oración o la meditación, un acto ligeramente subversivo: exige un lugar y un tiempo que no se puedan justificar en una hoja de Excel. Leer es retirarse un rato del circo de lo útil, con la insolencia de quien pierde el tiempo a propósito. Y, sin embargo, ahí, en esa pérdida, se filtra la única ganancia que importa: una mente menos domesticada.

Los griegos tenían la desfachatez de llamar scholé a ese ocio serio, ese descanso que no se llena de entretenimiento sino de atención. De scholé viene escuela, lo cual hoy suena casi a sarcasmo: del ocio contemplativo al horario escolar, del tiempo lento al timbre que suena cada cincuenta minutos. Hemos convertido la scholé en agenda, y luego nos preguntamos por qué nadie piensa...

Gómez Dávila sospechaba que toda idea fabricada en Estados Unidos viene con sabor a coca-cola: chispeante, azucarada, adictiva, pero sin espesor. El riesgo con ciertos “métodos de lectura” es precisamente ese: que conviertan la educación clásica en un producto de supermercado espiritual, con pasos numerados y resultados garantizados, como si la mente fuera un abdomen que se marca con un plan de veintiún días.

No. No hay método posible, en el sentido tranquilizador que el mercado sueña. Lo que hay es algo mucho más viejo y más exigente: ensayo y error. Leer bien es equivocarse de libro, subrayar tonterías, admirar lo que luego se detestará, aburrirse donde otros juran ver una obra maestra, volver años después y descubrir que el libro era el mismo pero el lector ya no. La educación clásica no es una escalera de peldaños claros, sino un laberinto donde uno aprende precisamente porque se pierde.

Tal vez por eso la lectura necesita ese espacio inútil que llamamos scholé: porque solo cuando dejamos de buscar un beneficio inmediato aparece la posibilidad de una transformación real. El lector que entra en un libro sin saber muy bien para qué entra rompe el hechizo de la cultura como adorno y se aventura en algo más incómodo: dejar que lo que lee le cambie las prioridades. La gran ironía es esta: mientras el mundo repite “aprovecha el tiempo”, el buen lector, silencioso, comete la herejía de gastarlo sin justificación… y termina siendo el único que no vive de rodillas.

Esta concepción de la lectura como acto dialógico es, además, un antídoto para la soledad contemporánea. 


noviembre 28, 2025

Del realismo mágico al infrarrealismo: un curso de novela latinoamericana del siglo XX


Después de impartir durante casi tres meses un curso sobre novela latinoamericana del siglo XX, tengo la impresión de haber atravesado las formas extremas de la imaginación hispanoamericana. Algo así como un Mito y Archivo en corto circuito. Lo que empezó como un curso de “lecturas intensivas” se convirtió, sin pedir permiso a los manuales, en una arqueología crítica de la razón antropológica y tecnológica del siglo pasado.

El estudio de la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX no puede prescindir de  obras canónicas como Pedro Páramo (1955) y Cien años de soledad (1967). La persistencia ininterrumpida de estas novelas, destacada en programas académicos especializados, sugiere que su éxito continuo radica en algo más profundo que la forma: su capacidad de diagnosticar las ansiedades fundamentales sobre el control social, la comunicación y la catástrofe inherentes al pensamiento sistémico de la posguerra

Hago un alto necesario para expresar mi gratitud al Profesor Javier de Navascues y a los estudiantes, cuya atención rigurosa y cuestionamientos insistentes son el caldo de cultivo donde germinan las mejores tesis.

Nuestra ruta comenzó con la doble fundación canónica del Boom, preguntándonos no solo qué contaban, sino cómo funcionaban sus mundos.

La lectura de Pedro Páramo (1955) no nos arrojó a un mero "pueblo fantasma". No. Comala es la geografía de la violencia del «rencor vivo», de la incapacidad de perdonar, de un catolicismo a ratos fallido. Las heridas de la Guerra Cristera (1926-1929). Una de las últimas imágenes de la novela es la del padre Rentería airado, alzado en armas.

Al pasar a Cien años de soledad (1967), entramos a un mundo de ladinos, de marranos, de gitanos, de judeoconversos («el bisabuelo de Úrsula era un comerciante aragonés»), muy poco convencidos de la «autoridad» estatal del alcalde Apolinar Moscote y mucho menos de la del padre Nicanor. Los Buendía son en sí mismos colonos fundadores, ambiciosos, altaneros, alérgicos a cualquier integración real. De suyo solitarios. Al salir del gueto, desafiantes, los Buendía no quieren sino volver a él –al útero (a la casa grande) de Úrsula. 

El tránsito por el Posboom nos mostró las consecuencias de estos colapsos fundacionales. Con El ojo de la patria (1991) de Osvaldo Soriano, el curso abandonó la espiral épica para abrazar la sátira política y la picaresca. Una opereta en medio de dos operas solemenes. Nada mal. Soriano utiliza el humor para desarmar la memoria oficial argentina y la paranoia de la dictadura. La historia ya no es un ciclo mítico, sino un archivo roto que se reconstruye con ironía.  

Finalmente, llegamos a Roberto Bolaño. Aquí se cierra el gran arco, pasando de la Novela Total a la Novela Maximalista. Estrella distante (1996) es el paradigma del infrarrealismo y de la obsesión por el archivo fallido. El poeta-sicario, Carlos Wieder, el poeta-aviador para-militar, Alberto Ruiz-Tagle, el Dr. Jekyll and Mr. Hyde chileno, antártico, es la imagen más brutal de la perversión de la estética y la tecnología al servicio de la dominación. 

Al terminar el curso, la conclusión es sencilla y, a la vez, incómoda: la novela latinoamericana del siglo XX lleva décadas haciendo el trabajo sucio que muchas ciencias prefieren delegar. Rulfo, García Márquez, Soriano y Bolaño aparecen, vistos desde Pamplona, como cuatro formas de auditar la modernidad y dejar constancia de sus averías: del rencor vivo en Comala al feedback genealógico de Macondo, de la parodia del espionaje argentino al archivo aéreo y fotográfico de Wieder, todo parece indicar que el continente ha pensado sus traumas con más rigor desde la ficción que desde los informes oficiales. Que de ese viaje salga una tesis sobre la razón antropológica y tecnológica no es un exceso académico, sino casi una forma de cortesía: cuando los novelistas llevan medio siglo avisando de que la máquina falla, alguien tiene que escribir el reporte técnico.



noviembre 27, 2025

Sobre la muerte del autor y otras resurrecciones: intervención en el tribunal de tesis de Carlos Piana


De izquierda a derecha, Dra. María del Pilar Saiz Cerreda, Dr. Daniel Nemrava, Dr [nuevo] Carlos Piana, Dr. Javier de Navascues y Dr. Sebastián Pineda



La defensa de una tesis doctoral es uno de los últimos rituales sagrados de la vida académica; un espacio donde la teoría cobra vida y se somete a juicio. Recientemente, tuve el honor de formar parte del tribunal que evaluó la investigación doctoral de Carlos Piana Castillo sobre las "posturas literarias posnacionales". Fue una oportunidad para debatir si, como profetizó Roland Barthes, el autor ha muerto, o si simplemente se ha transformado en una "postura" estratégica para sobrevivir en el mercado global y en la redes sociales.

En mi intervención, que comparto íntegra a continuación, discuto el alcance de la investigación doctoral de Piana, cuya motivación al respecto tiene mucho de auto-etnografía: él mismo es ecuatoriano de nacimiento y primera formación lo mismo que europeo por pasaporte, familia y cultura. Piana analiza cómo escritores como José Carlos Llop construyen un autoexilio insular en Mallorca que trasciende nacionalismos, o cómo la venezolana Karina Sainz Borgo negocia su identidad desde el desarraigo. Pero el debate nos llevó más lejos, cruzando el Atlántico hacia Ecuador. Discutimos la tensión histórica entre el indigenismo telúrico de Jorge Icaza —cuya novela  Huasipungo llegó a convertir el exceso de nacionalismo en el verbo "huasipunguear"— y la vanguardia cosmopolita de Pablo Palacio, quien ya era posnacional antes de que inventáramos el término.

Esta tesis nos recuerda que la literatura contemporánea ya no ocurre en un solo país, sino en la frontera misma del lenguaje. A continuación, dejo a disposición de los lectores el texto completo de mi discurso, donde profundizo en estas tensiones entre el mercado, la identidad y la palabra. 

noviembre 23, 2025

Obituario de Ricardo Cuéllar Valencia (1943-2025)






Conocí a Ricardo Cuéllar una mañana de 2016 en la Universidad Iberoamericana Puebla. Me lo presentó mi colega Pepe Sánchez Carbó, entonces coordinador de Literatura y Filosofía. Ricardo, poeta y profesor colombo-mexicano recién jubilado de la Universidad de Chiapas, me saludó con una seriedad férrea. Temía que yo fuera un jovencito petulante, acaso ignorante de quién era él: un poeta y profesor con trayectoria internacional y en absoluto un mero desempleado ofreciendo sus servicios. La tensión era palpable: el viejo y veterano profesor frente a otro mucho más joven; ambos colombianos trashumantes. 

–¡Así que tú eres Ricardo Cuéllar! – le dije, desarmándolo con una sonrisa. Mi papá y un tío político siempre me hablaban de ti: «Allá en México hay otro profesor colombiano, amigo nuestro, a ver si algún día lo conoces», me decían. ¡Y mira dónde te he venido a encontrar! 

–¿Quién es su papá? – me preguntó Ricardo aún sin tutearme, sin sonreír y hasta un poco enfadado. 

Cuando le respondí, de inmediato bajó las armas. Cedió. Sonrió. 

Al cabo me lo llevé a pasar por lo alrededores de Puebla. Lo llevé a ver los murales de Desiderio Hernández Xochitiotzin en Tlaxcala. Un guía local se ofreció a explicarnos aquellos murales, que desmentían el mito de que «la culpa es de los tlaxcaltecas». “¿Cuánto nos cobra?”, le pregunté al guía local. “Mil pesos”, respondió. A lo que que Ricardo, para desmentir la imagen de turistas ingenuos, le espetó al guía local: "¡Qué le pasa!” Dio un manotazo al aire y avanzó por su cuenta a través de los murales de Xochitiotzin 


También visitamos en Tlaxcala las Escalinatas de los Héroes, donde el tiempo se diluye en peldaños y colores. Lo presenté con colegas profesores de la BUAP, Deni, Jaime Villarreal, Gerardo Castillo y Alejandro Lambarry. Y se hizo íntimo de otros coterráneos que estudiaban el doctorado en literatura hispanoamericana: Esnedy Zuluaga y David Betancourt. De hecho, para Esnedy, Ricardo fue como otro tío: ella lo auxilió en varias borracheras. 


Cierta vez, por tanto beber y comer a deshoras, cayó enfermo en el hospital público de Puebla. Cuando le dieron de alta, siguió bebiendo y comiendo a deshoras y a prometer que escribiría ensayos, novelas y poemarios. A veces recordaba su juventud en Medellín cuando se conoció con mi papá en clases, fiestas, paseos y borracheras pantagruélicas. «Hasta me quedaba a dormir en el sofá del apartamento de tu abuelo», me contó. Hablaba de la década de 1970. Del Frente Nacional, del «estado de sitio» de Turbay. Ser subversivo y estudiante, para él, encarnaba lo mismo. Nada o muy poco de la ascética cristiana del estudio. Alguna trifulca política en alguna universidad pública colombiana (la de Caldas en Manizales, probablemente) con sicarios acechándolo, lo obligó a poner pies en polvorosa.   


Como tantos colombianos forjados por el desarraigo, Ricardo eligió a México como vocación. O México lo eligió a él. Y en Chiapas, en esa cultura tan deliberadamente mestiza, de inmediato se convirtió en profesor universitario. Para subir de escalafón, cursó algún doctorado en España, pero no soportó el rudo modo de ser del castellano, que es todo lo opuesto a la suavidad  mexicana, y rápidamente se devolvió. Fatigó las aulas y los talleres de poesía en Tuxtla Gutiérrez y en San Cristóbal de las Casas. Al jubilarse ensayó radicar en Puebla, donde su hija menor empezaba la universidad, mudándose con todos sus libros. Eran tantos que, en su nueva casa, se apretujaban hasta en el baño y la cocina. No los había leído todos. A veces me regalaba uno que me interesara. Luego, al ver que yo lo ponía en mi librero de la oficina, todo subrayado y lleno de post-it coloridos, lo cogía de nuevo y se lo llevaba. No quería perderse de nada. 


Con el nacimiento de mi hija en 2018, mi vida de papá me obligó a dejar atrás el ritmo de Ricardo; le perdí un poco el rastro. Ahora lo recuerdo como un Zaratustra maicero, uno de esos colombianos trashumantes de la vieja Antioquia que quieren este mundo como belleza insondable, que poseen en sobreabundancia el entusiasmo (es decir, que están poseídos por un dios o presos en un dios), pero que carecen de la disciplina que exige sacar a ese dios interior y materializarlo. No sé si Ricardo rechazaría el mito del Crucificado. ¿Basta morir para entrar en la vida eterna de un supuesto trasmundo inventado? A la exaltación patética y absurda del sufrimiento de la pérdida de la vida individual, Dyonisos indefinidamente renovado...

octubre 30, 2025

Para una edición numerada de «Pedro Páramo»

Brevísima nota introductoria






Dado que se trata de una novela deliberadamente escrita en fragmentos —algunos de los cuales alcanzan la temperatura y condensación de un poema en prosa—, la siguiente edición de Pedro Páramo ha numerado cada fragmento. Hay en total 68. Cada uno se indica en números arábigos entre corchetes. Esta decisión busca facilitar al lector el seguimiento y la organización de la experiencia lectora, a la vez que pone en primer plano la naturaleza polifónica, discontinua y experimental del texto de Rulfo.

Conviene recordar que Rulfo redactó su novela entre 1953 y 1955, bajo el patrocinio del Centro Mexicano de Escritores, una institución financiada por la CIA y la Rockefeller Foundation, lo que sitúa su trabajo en un contexto intelectual influenciado por el experimentalismo y la complejidad informativa. En otras palabras, Pedro Páramo fue escrita bajo el auge de las nuevas teorías de la comunicación y la cibernética (Shannon, Wiener), que comenzaron a difundirse desde Estados Unidos a partir de 1948. Rulfo puso en práctica la idea de que un mensaje confuso o impredecible puede contener, paradójicamente, más información que uno claro y conciso. Rulfo apostó de manera radical por el fragmento. Y todo fragmento, como ya lo habían anticipado los románticos (Schlegel, Novalis), es una crítica de la modernidad –del progresismo lineal. Con lo cual, cada fragmento de Pedro Páramo tiene como función sacudir, incomodar, negar el sentido, confrontar al lector en una yuxtaposición de los hechos que incluso borran las fronteras entre muertos y vivos. 


Por otra parte, lo anterior no obsta para insistir en que la novela sí que cuenta una historia concreta y goza de un argumento histórica y geográficamente ubicable. Ocurre en el cambio de siglo 1800 /1900, desde el fin de la economía de haciendas del Porfiriato (1880-1910) pasando por el estallido de la Revolución mexicana (1910-1920) hasta la Guerra Cristera (1926). Explícitamente se mencionan a Comala (del Estado de Colima) y a otros pueblos del sur de Jalisco.
 
Por lo demás, como se verá en el texto de Rulfo, el uso de cursivas tiene también una función oral y experimental: aproxima el texto escrito al teatro y al recital, y actúa como “guía de lectura sonora”, como las instrucciones en textos antiguos (la Celestina, por ejemplo), que orientan la lectura en voz alta, musical, coral. Por lo tanto, cada lector debe reconfigurar su postura —no sólo “leer”, sino “escuchar” y reconstruir el ritmo interno de la memoria. Insistamos en que Rulfo redactó su novela de manera ambivalente bajo la idea de que un mensaje confuso o impredecible contiene, paradójicamente, más información. Es decir: a mayor incertidumbre, mayor riqueza y potencial interpretativo. Pero tal abundancia solo se revela si cada lector abandona la pasividad y actúa como descifrador activo: con inteligencia y creatividad. Pedro Páramo no es narración plana, sino un mensaje cifrado. En Rulfo, el sentido hay que construirlo: trabajar la ambigüedad, escuchar los ecos y rehacer el mensaje. Solo así se accede a una verdad literaria imposible en la simple linealidad.

Índice numerado de fragmentos

1) «Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». 
2) «Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente…»
3) «Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos».  
4) «Me había quedado en Comala». 
5) «—Soy Eduviges Dyada.» […]». Juan Preciado ya no siente su cuerpo físico. 
6) Primera irrupción de la voz de Pedro Páramo. 
7) «–Abuela, vengo a ayudarle a desgranar el maíz».
8) «Por la noche volvió a llover.»
8) Historia de Dolores, la madre de Juan Preciado. Otros. episodios. Frases en cursivas y entrecomilladas. 
9) «Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. Eduviges recuerda…»
10) «El día en que te fuiste entendí que no te volvería a ver». 
11) «¿–Qué es lo que pasa, doña Eduviges?»
12) «–Qué pasó? – le dije a Miguel Páramo–.» 
13) «En el hidrante las gotas caen una tras otra». 
14) «Hay aire y sol, hay nubes». [El padre Rentería se niega a bendecir el cadáver de Miguel Páramo].
15) «Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches.» [Confesión de Ana, sobrina del padre].
16) «Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla». 
17) «Había estrellas fugaces». 
18) «–Más te vale, hijo.» 
19) «“Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos, reclamo y alego lo siguiente…”».
20) «Tocó con el mango del chicote». 
21) «¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho?»
22) «Fue muy fácil encampanarse a la Dolores». 
23) «Ya está pedida y muy de acuerdo». 
24) «Tocó nuevamente con el mango del chicote…»
25) «–Este pueblo está lleno de ecos».
26) «Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado.»
27) «La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces...»
28) «Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona». 
29) «Ruidos. Voces. Rumores».
30) «Vi pasar las carretas».  
31) «La madrugada fue apagando mis recuerdos». 
32) «Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos…»
33) «Como si hubiera retrocedido el tiempo». 
34) «–¿No me oyes? –pregunté en voz baja». 
35) «El calor me hizo despertar al filo de la medianoche.»
36) «–¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?»
37) «Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra». 
38) «–Allá afuera debe estar variando el tiempo». 
39) «El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche…». 
40) «Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre…»
41) «–¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?»
42) «Fue Fulgor Sedano quien le dijo:…»
43) «“Espere treinta años a que regresaras, Susana…». 
44) «–Hay pueblos que saben a desdicha». 
45) «–¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa…?»
46) «Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia». 
47) «Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.»
48) «Muchos años, cuando ella era una niña, él le había dicho…»
49) «Los vientos siguieron soplando todos esos días.»
50) «Un hombre al que decía el Tartamudo llegó a la Media Luna…» 
51) «Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena.»
52) «Pardeando la tarde, aparecieron los hombres». 
53) «–¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos?»
54) «–¿Qué es lo que dice, Juan Preciado?»
55) «Esa noche volvieron a sucederse los sueños». 
56) «–¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?»
57) «–Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo.»
58) «Faltaba mucho para el amanecer.» 
59) «–Supe que te habían derrotado, Damasio.»
60) «En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas…»
61) «–Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna…»
62) «–Tengo la boca llena de tierra». 
63) «–Yo. Yo vi morir a doña Susanita.» 
64) «Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas.»
65) «El Tilcuate siguió viniendo:…».
66) «Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal…»
67) «A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle…»
68) «Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo…»

octubre 15, 2025

La religión descansa también en la técnica: reflexiones intempestivas sobre la Guerra Cristera desde la historia de los medios



¿Qué mantiene unida a una sociedad? Esta pregunta atenazó a Durkheim a finales del siglo XIX y, al no haber una respuesta, desencadenó la Gran Guerra (1914-1918). Cohesión social, solidaridad moral, miedo a la anomia. Pero si las preguntas sociales han sido siempre las mismas, sus respuestas varían con los instrumentos de la época. La religión (de religar, de juntar) es un pilar antiguo de comunidad y sentido, pero también ha sido una formidable máquina de mediación. Desde el púlpito abrió el espacio escénico medieval, transitó a la imprenta y, en pleno siglo XX, encontró en la radio y la televisión la prolongación de sus milagros: la palabra, ahora desplazada y multiplicada hasta el último confín.
En mi reciente conferencia en la Universidad de Navarra, expuse cómo el estudio entre religión y cohesión social, especialmente en México y Colombia entre 1920 y 1960, exige un abordaje doble: una arqueología de las ideas y otra de los medios. No basta con indagar en la sociología del rito o la mística del sacrificio; hay que rastrear cómo el hardware de la fe se adosa, cual parásito luminoso, al hardware de la técnica. Así, como recuerda Jean Meyer, la Iglesia fue hospital, escuela, banco y red administrativa antes que monasterio. Era el gran dispositivo de cohesión total, una máquina integral de sentido. El hardware del catolicismo, que Jean Meyer rastrea antes de la Revolución Francesa, operaba como sustancia política y red civil: hospital, universidad, agro, arte. Administraba lo visible y lo invisible; media la vida y la muerte. Su decadencia, a ojos de Meyer, supuso el paso de una “cohesión impuesta” (más de clientes que de creyentes) a una modernidad de fisuras crecientes: el accidente liberal.

Pero este paso no ocurre en el vacío y jamás sucede sin batalla. La Guerra Cristera en México, ese cisma entre Estado y nación, fue la guerra civil donde el Estado posrevolucionario —en nombre de la modernidad y laicidad— detectó en la Iglesia Católica su peor lujo: no la fe privada, sino la hegemonía de una tecnología social capaz de desafiar cualquier poder. Plutarco Elías Calles, cuyo laicismo radical es la versión nacional del “estado de excepción” schmittiano, comprendió que un Estado solo puede ser verdaderamente soberano si controla la red de sentido. La Ley Calles no solo prohibió hábitos y expulsó sacerdotes: intentó fabricar una Iglesia “independiente” —la famosa ICAM—, trueque nacionalista que, como señala el propio Estado, pretendía desplazar a Cristo por Quetzalcóatl, la Navidad por el Culto a la Raza, la comunidad eucarística por un cívico sincretismo indigenista.

Ahora bien, como lo mostró Arias en Entre la cruz y la sospecha, la Guerra Cristera codificó su propia literatura subterránea: una narrativa cifrada en el silencio, el martirio y la sospecha, presentes en novelas canónicas y “negadas” como Al filo del agua de Yáñez o Pedro Páramo de Rulfo. La fe, acallada en el discurso oficial, se desplazó a los infiernos de la culpa y el terror e impregnó las metáforas de toda una generación. Arias sostiene que la huella cristera permanece como un criptocatolicismo bajo el resplandor opaco del Estado revolucionario: una teología de la sombra, trama desplazada que eleva a la narrativa mexicana al rango de exorcismo político. La herida cristera devino rito literario y memoria clandestina; no se grita, se insinúa en el temblor de la culpa, la sospecha y la omnipresencia de un dios iracundo, mudo y vigilante.

La historia de los medios entró allí como un dragón espectral y silencioso. El arribo de la radio y la televisión —lo que Laura Camila Ramírez Bonilla llama La pantalla y la cruz— marcó la profunda mutación: la religión pasó del altar al parlamento, y del púlpito a la pantalla. La televisión no solo interpeló a la familia católica: la fragmentó y la expuso ante la nueva omnipotencia de la imagen. El Vaticano, lejos de ignorarlo, respondió con estrategia de altura: Pío XII declara a Santa Clara de Asís —quien, enferma, ve la misa transmitida mística en su celda— como patrona de la televisión: no es anécdota piadosa, sino doctrina de medios; la Iglesia no renuncia a la técnica, la canoniza como extensión de su milagro.

¿Y Colombia? El espejo, en apariencia, es otro. Si en México la cohesión se rompió con sangre y martirio, Colombia optó por la resistencia cultural y un monopolio clerical más sosegado pero igualmente excluyente. El Concordato de 1887 reinstala el “software” católico, y la República Liberal de los treinta intenta, sin éxito total, secar la raíz de esa máquina simbólica. Pero la violencia no culminó en un cristerismo militante, sino en el surgimiento de figuras marginales, irónicas: el controvertido Fernando González Ochoa, el evanescente Miguel Antonio Caro, quienes se enfrentan más al clericalismo que al Estado mismo, y es que en Colombia el drama es la fragmentación, el olvido, el conflicto perpetuo, la imposibilidad de transformar la contingencia en liturgia.

Las ficciones sobre la guerra cristera —como bien explora Arias— no sólo rehúyen el panfleto, sino que producen una literatura de la sospecha, del ocultamiento y la narración desplazada: la cruz se resignifica bajo el régimen de sospecha política, y la literatura emerge como un género de exorcismo nacional. El catolicismo que había sido máquina de integración, bajo el incendio de la modernidad, deviene fantasma identitario: no cohesiona, atestigua. La novela cristera es una polifonía de intelectuales, sacerdotes, campesinos; un macrotexto que, tras la batalla, busca para sí la pretensión de fundar patria y mitología, de entrelazar (en su propio ovillo, como apuntaba Ruiz Abreu) la narración de un pueblo y su drama íntimo con la desmesura de una mística nacional.
Pero sería delirio y banalidad reducir todo a técnica. La religión —como cualquier grado de cohesión humana— vive del desgarramiento. La modernidad, si bien despojó a la fe de sus viejos esplendores, no pudo arrancar la pulsión por lo absoluto, el sueño de totalidad. Así lo expresa Octavio Paz en El laberinto de la soledad: la historia mexicana es el laberinto donde la orfandad busca el mito, la mascarada, la fiesta que redime la fractura. En México, la religión fue primero cohesión, luego herida, después narración. Y hoy, ante la pantalla que nos devora, la pregunta se repite: ¿será el futuro un nuevo Estado de Excepción donde los algoritmos, como los viejos dictadores, decidan la gracia o la desgracia? 


Sebastián Pineda Buitrago
octubre de 2025

octubre 12, 2025

El padre que dialoga con su hija desde la cordillera cantábrica




Hay un padre que camina por bosques de la cordillera de Cantabria. El eco de su hija lo acompaña incluso en la soledad más cruda. El padre dialoga con ella mentalmente. A veces, en el silencio de la montaña, cree ver su silueta correteando junto a los caballos salvajes. Pero al volver la cabeza, sólo queda una fe. 

Todo amor sincero es geografía sagrada que resiste sin claudicar.


Rencuentro amoroso y libre con la hija soñada, siempre presente en el susurro de la razón y de la ternura. 

Mi hija es un poema andante

El 19 de agosto de 2023, cuando cumplí 41 años, fui feliz.


Mi niña es un poema andante. 

Es panteísta.

Me ha dicho, en el culmen de la alegría,  en la pausa de un juego infantil a campo traviesa, entre los bosques de Briones, que desea ser aire, agua, tierra y transformarse en savia de los árboles 

cuando me muera, papi. 

Y yo le he dicho, pensando en un verso famoso,

la muerte nada sabe de ti

tú nunca te vas a morir

Pero cuando esté viejita, pues. 

Tampoco. Y con la emoción del juego, de la vida, 

sale a campo traviesa a correr detrás de un amiguito:

Mi niña es un poema andante.


octubre 09, 2025

Tertulia en la cuenca alta de la quebrada Iguaná: La narrativa colombiana y el alma bella




El pasado viernes 5 de septiembre de 2025 tuve el inmenso placer de compartir una tarde de tertulia literaria en el Parque Biblioteca Nuevo Occidente, Lusitania en Medellín. Este espacio, situado en la cuenca alta de la quebrada Iguaná, no es solo un punto geográfico, sino un anclaje emocional: la Iguaná es la quebrada de nuestra infancia, la que enmarcaba el barrio Los Colores.



Quiero expresar mi profundo agradecimiento a Daniel Castro (quien me acompañó en la mesa, como se ve en la foto) por su amable invitación. 

Este lugar, el Parque Biblioteca Lusitania, me lleva a meditar sobre el espacio público esencial que representa. Es un faro de cultura en la ciudad, uno de los tantos nodos que componen el Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín, un proyecto instaurado desde 2006 que trasciende la clásica noción de biblioteca. Estos Parques Biblioteca refuerzan los lazos sociales y son puntos focales de desarrollo cultural. Se asemejan al modelo de Community Center que tanto admiro en Estados Unidos. En este esquema, la biblioteca se alza, no como mera depositaria de libros, sino como una fuerza espiritual e intelectual para la comunidad, tomando el relevo del rol central que alguna vez pudieron tener la iglesia o la parroquia.

Durante la charla, y gracias a la participación activa del público, logramos conectar la narrativa colombiana no solo con los grandes nombres canónicos, sino con el fenómeno de las telenovelas, muchas de ellas basadas o inspiradas en obras coloniales. Mencionamos cómo figuras femeninas de El Carnero (Juan Rodríguez Freyle), como Inés de Hinojosa, inspiraron producciones televisivas (Los pecados de Inés de Hinojosa), o cómo se adaptaron obras como El caballero del Rauzán de Felipe Pérez. Este puente entre la alta y la baja cultura popular nos llevó a una serie de divagaciones estéticas y filosóficas que merecen ser consignadas aquí. 


septiembre 25, 2025

Novelas maximalistas: La tejedora de coronas y Noticias del Imperio en el diálogo histórico México-Colombia


 El pasado jueves 4 de septiembre de 2025 tuve el privilegio de dictar la conferencia «Ilustración armamentista y novela maximalista: La tejedora de coronas y Noticias del Imperio en el diálogo histórico México-Colombia», en respuesta a la generosa invitación del Dr. Prof. Edison Neira Palacios, docente e investigador de la Universidad de Antioquia. El encuentro tuvo lugar en el contexto de los grupos GEL y GeoR y del Centro de Extensión de la Facultad de Comunicaciones y Filología, en el campus de Medellín. Ante un público numeroso y atento de estudiantes, se abrió un fecundo espacio de reflexión sobre la novela latinoamericana, la memoria, el archivo y la ambición de totalización narrativa ante las encrucijadas de la modernidad.

1. Un diálogo inevitable: México y Colombia bajo la mirada francesa

La conferencia propuso un acercamiento comparado entre dos obras monumentales, ambas auténticas catedrales textuales: La tejedora de coronas (1982), de Germán Espinosa, y Noticias del Imperio (1987), de Fernando del Paso. A través de ellas, abordé el modo en que el siglo XIX y el XVIII latinoamericanos vivieron los embates de la modernidad europea, particularmente la francesa, sobre el trasfondo de las fracturas de la monarquía hispánica. La invasión del barón de Pointis a Cartagena de Indias en 1697, que desencadena en Colombia la llegada de los Borbones, y la creación “artificial” del Imperio de Maximiliano en México (1862–1867), bajo la tutela de Napoleón III, fueron los dos episodios históricos elegidos, ambos cristalizados desde el prisma literario con una ambición maximalista.
Puse de relieve que tanto Espinosa como Del Paso retratan, desde la ironía y el distanciamiento crítico, la imposibilidad de una modernidad autosuficiente en Hispanoamérica, atrapada entre el peso de una tradición ibérica que se agota y la seducción—tan peligrosa como transformadora—de la utopía ilustrada y armamentista encarnada por lo francés.

2. Más allá del archivo: memoria, delirio y polifonía

Uno de los ejes centrales de la exposición fue el análisis de la forma maximalista, recogiendo la conceptualización del crítico italiano Stefano Ercolino y distinguiéndola de la “novela total” que inauguró el boom latinoamericano y defendieron Vargas Llosa y García Márquez. Si la novela total aspiraba a compendiar el mundo—como lo hace, por ejemplo, Cien años de soledad—, la maximalista se regodea en la acumulación, la saturación y la ironía: la obsesión por el archivo y la enciclopedia no pretende un orden definitivo, sino que deviene parodia y laberinto. Frente al archivo, la memoria y la lengua son los grandes protagonistas.
Así, la conferencia diseccionó el monólogo de Carlota en el Castillo de Bouchout, eje lírico de Noticias del Imperio, donde la emperatriz mexicana, encerrada en la locura y la vejez, reconstruye un archivo personal teñido de nostalgia, delirio, mitomanía y crítica. La novela de Del Paso se convierte en una obra de voces múltiples, formatos contrastantes y registros enciclopédicos: noticias, cartas, crónicas, ensayos, monólogo interior. Es la novela misma la que se erige en mausoleo y máquina burlesca de la historia latinoamericana.
En contraste, La tejedora de coronas es el escenario de una memoria también híbrida: la voz de Genoveva Alcocer, que combina racionalismo, erotismo, esoterismo, sátira ilustrada y fe popular, hace dialogar a Voltaire, los fantasmas coloniales y los delirios científicos. El archivo inquisitorial, la familiaridad con la herejía, la figura de la médium y la inquietante presencia de espíritus y sabios, conforman un tejido textual colmado de alusiones, juegos de estilo y experimentación.

3. Ilustración armamentista y modelos coloniales: lo francés como espejismo y herida

Otro punto de la charla incidió en la diferencia entre los modelos coloniales. Si el español se asumió como evangelizador, fundacional y mestizo, el francés se presentó en ambos casos—Colombia y México—como científico, armamentista y explícitamente moderno, pero portando una ironía amarga: la modernidad importada, acompañada de cañones y discursos de progreso, fracasa estrepitosamente en ambos escenarios. La experiencia caribeña fundida por Espinosa y la tragedia imperial rematada en Querétaro según Del Paso reflejan el desencuentro de América Latina con la promesa universalista europea. El éxtasis enciclopédico no salva a los personajes (ni a las naciones), pero ofrece una poética monumental del fracaso, la parodia y la memoria.

4. Ars combinatoria y resistencia frente a la máquina

A la luz del auge de la cibernética y la avasallante presencia del saber digital y la inteligencia artificial, el maximalismo literario en ambas novelas se muestra como una resistencia y una alternativa. Ya no se trata solo de reproducir el saber como si fuéramos una Wikipedia avant-la-lettre: Espinosa y Del Paso definen el sentido de la novela como ars combinatoria, como el arte de mezclar voces, géneros, registros y estilos desde la singularidad del lenguaje humano. Frente a la máquina, la literatura se vuelve exceso, guiño, humor, delirio y composición, una literatura más humana precisamente porque se burla tanto del archivo imposible como de la utopía técnica.

5. Cierre y resonancias críticas

El público de Medellín, en la Universidad de Antioquia, acompañó con especial atención y preguntas agudas esta travesía literaria y filosófica. Mi invitación fue a leer, releer y dejarse interpelar por estos monumentos de la novela hispanoamericana no como respuestas, sino como archivos abiertos, espacios de ruina y juego, de herida y de ironía, que aún esperan nuevas preguntas… y nuevas combinaciones.

Agradezco al Dr. Edison Neira y a todos los asistentes por su hospitalidad y la riqueza del diálogo. Ojalá este hilo crítico y comparativo invite —desde las letras— a repensar la memoria, la identidad y la potencia inagotable del lenguaje en América Latina.
— Sebastián Pineda Buitrago