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abril 08, 2013

En La Cueva, Barranquilla, con Ariel Castillo Mier y Heriberto Fiorillo y otros amigos

Heriberto Fiorillo (de pie), Sebastián y Ariel Castillo Mier [foto de Diana Hernández Suárez]



Vine a Barranquilla porque me dijeron que acá podía presentar mi libro, una tal Breve historia de la narrativa colombiana. Heriberto Fiorillo, el director de La Cueva y del Carnaval de las Artes, me abrió el espacio. Me dijo en el email que estaba a puerta cerrada preparando un largo informe sobre el bicentenario de Barranquilla para El Tiempo (véase La ciudad soñada). Y me ofreció generosamente el espacio de La Cueva para el  jueves 2 de abril a las 6 de la tarde, proponiendo que mi libro fuera comentado por Ariel Castillo Mier, el crítico con mayor conocimiento de la narrativa  de la Costa, uno de los países que tiene Colombia y acaso el principal y más definitorio. Porque  si las las cosas se definen por sus contornos, los países se definen por sus costas y por sus ríos –y pienso aquí en un estupendo ensayo del profesor Castillo sobre la narrativa del río Magdalena: La prosa del río. Por suerte estábamos en Semana Santa, y el profesor de la Universidad del Atlántico, desocupado de sus funciones, alcanzó a revisarlo. Y me escribió el viernes 29 de marzo –cuatro días antes de la presentación–: 

Sebastián:

Me da mucho gusto conocerte. Aunque en estos días varios compromisos me atosigan, no dudé ante la propuesta de Fiorillo de presentar tu libro, pese a la presión del tiempo. Cuando escuché la frase mágica “Colegio de México”, que tantas resonancias felices me despierta, no pude sino decir que sí, sin saber a ciencia cierta cómo podría cumplir. El martes a mediodía me dejó Fiorillo el libro en la portería del conjunto y al comenzar su lectura me alegré de la irresponsabilidad de mi decisión.  Las menciones de Alatorre y Reyes y Javier Ortiz me hicieron entrar en confianza y sentir que andaba como en familia. A Reyes lo asocio con un compadre, Adolfo Caicedo, profesor en la Universidad de los Andes, a quien a lo mejor conoces, y sobre Alatorre, dicté una conferencia, invitado por el innombrable Harold Alvarado, hace años, en el Colombo Americano de Bogotá, que publicaron en un folleto. A Javier lo conocí en Cartagena en los seminarios de Múnera y me tocó acompañarlo a una excelente charla sobre Obeso en Mompox. En el texto sobre Antonio Alatorre me adhería a su defensa de la filología. No sé si el libro que me pasó Fiorillo sea para mí, por lo que lo no me atreví ni a fotocopiarlo, para leerlo mejor. Entonces he tomado algunas notas sobre su apasionante lectura, llena de sorpresas. Tu carta revela la lucidez del trabajo en el que uno de los grandes méritos es ese esfuerzo acertado por hallar una articulación entre las obras y los contextos, sin incurrir en fáciles u obvios o necios determinismos. Se trata, sin duda, de un proyecto ambicioso, pero necesario. Y me parece que lo has adelantado de manera competente, aunque un trabajo de estos es siempre un incesante punto de partida. [...] [El subrayado es mío]

De inmediato he hecho lema del libro esa idea de que es un "incesante punto de partida". Los desaciertos que el profesor Castillo Mier notó, las ausencias, las demasiadas presencias, los gazapos lingüísticos e imprecisiones históricas, todo eso me  ha resultado sumamente útil para corregirlo –si la hay– en una segunda edición del libro. El diálogo es lo esencial. Lo largamente conversado perfecciona las cosas. Me ha alegrado pensar que el profesor Ariel hubiera de alguna manera estado esperando este tipo de encuentros. 

En uno artículo de mediados de 2005, "Estado de la crítica y la historia literaria en el Caribe colombiano",  Ariel en efecto sostenía que “entre nosotros la actividad reflexiva en torno a la literatura se ha dado de manera individual, dispersa e independiente, sin orden ni planificación, y ha estado por debajo de la gran producción creativa”. Claro. Cuando la memoria narrativa colombiana no merece respeto en la sociedad ni en el Estado –ni siquiera en las Academias– el investigador que desee emprender una historia literaria de Colombia no tiene otro camino que un pacto personal: la lealtad del “amor al arte de su país” para leer y releer obras representativas, ubicarlas en el pasado en relación con lo político y lo social y hurgar en ellas por los secretos que esconden de nuestra cultura y por los secretos de esos secretos. En aquel artículo, Ariel registró el paso de varios investigadores costeños por el Instituto Caro y Cuervo –única institución estatal que de vez en cuando publicaba (apoyaba es mucho decir) este tipo de obras investigativas–, entre quienes el más importante sin duda fue Antonio Curcio Altamar (1920-1953). Publicó su ensayo Evolución de la novela en Colombia en 1952, con minuciosos hallazgos de fuentes primarias y secundarias desde El Carnero hasta poco antes de El coronel no tiene quien le escriba, estableciendo filiaciones entre los textos y sugiriendo sus relaciones con los contextos sociales y culturales. Pero Curcio Altamar murió a la edad de Cristo, a los 33 años, en trágicas circunstancias –se suicidó tal vez– privando a los estudios literarios de un investigador independiente, deslindado del moralismo religioso y del fanatismo político. Ariel Castillo bromea para que a mí, que apenas voy para el primer escalón del tercer piso, no me pase lo mismo. Las malas lenguas cotorreaban que Altamar se enloqueció por haberse leído todo el curpus de la novela colombiana –locura que no habla ya en desmérito de él ni de las novelas.

Descripción: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhB51VnrCaUY8EQFq2-rhb6KZm-iV1VEUpJ5EQc5DkWU6nm8KQUfC_bBafmmc9jXwCvQNzQsrX6GYYnDHW7r-SU6IoDJQPmC-WB7ILXTLOG7vrB4l6ngfaPZnCMXV_JzOm32bPYz_pys10n/s320/IMG_0519.JPG 

 Que la presentación de una Breve historia de la narrativa colombiana sea en La Cueva, sitio que a mediados del siglo XX servía de reunión para el Grupo de Barranquilla, tiene mucho de simbólico. En mi ensayo exalto a aquellos intelectuales sin corbata que rompían con el prejuicio de que en clima caliente no se puede leer ni escribir. Que advirtieron que encerrar la cultura en un gran centro absorbente es condenarla a formalidades absurdas, como en 1934 se dio cuenta Eduardo Zalamea en Cuatro años a bordo de mi mismo, narrando su viaje de Bogotá a La Guajira, y en 1945 Germán Arciniegas en Biografía del Caribe, un poema ensayístico que compara al Caribe con el Mediterráneo. Sobre la importancia histórica de La Cueva, Ariel Castillo recientemente reseñó las Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla, primero y único libro de Alfonso Fuenmayor. Insiste allí en que "la vida cultural colombiana accedió a la plena modernidad en la narrativa, el periodismo y las artes plásticas, con las obras vivas de un grupo heterogéneo de artistas, de diversas edades y procedencias y formación, entre quienes sobresalen José Félix Fuenmayor, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Alejandro Obregón, Enrique Grau y Cecilia Porras". Todos ellos eran calentanos (como llaman en Bogotá a quienes somos de climas templados) que leían, pintaban y escribían en el trópico ardiente. 

La Cueva renació en 2002 gracias a las gestiones Heriberto Fiorillo, gran periodista cultural y autor de una biografía famosa, Arde Raúl, sobre la trágica vida del poeta Raúl Gómez Jattín. Faltando cinco pa' las seis Dianis y yo estacionamos frente a La Cueva. Entramos. Entre los primeros asistentes estaban Sarelys Avendaño Escobar y Erick Ramos Hernández, dos estudiantes de Filosofía de la Universidad del Atlántico a quienes conocimos en Medellín durante el I Congreso de Historia Intelectual de América Latina (septiembre, 2012). En el interior de La Cueva nos extasiamos ante un cuadro de Alejandro Obregón con dos tiros en su lienzo. Un par de bebidas nos espiritualizan. Pasamos al salón a sentarnos con el profesor Ariel Castillo Mier.

Ariel profesa particular devoción por La narrativa experimental de Álvaro Cepeda Samudio. Para él, esta narrativa contrasta con la tendencia conservadora de la literatura colombiana. Cada uno de los tres libros de Cepeda Samudio "rompe con el contexto en el que se inscribe: Todos estábamos a la espera, con la narrativa telúrica y costumbrista de los cuentistas grecoquimbayas; La casa grande, con el “inventario de muertos” de la novela de la violencia; y Los cuentos de Juana, con los relatos “comprometidos” de la Generación del Bloqueo (a Cuba) y del Estado de Sitio (en Colombia)". Eso de "Generación del Estado de Sitio" fue un concepto inventado por el desaguisado crítico Isaías Peña Gutiérrez, del que vale la pena quejarse por lo impreciso.  Aunque yo particularmente no soy muy devoto de Los cuentos de Juana, pues me parece un jugueteo mimético de Cien años de soledad,  reconozco cómo Cepeda Samudio comenzó su narrativa primero con la crónica, viajando por el litoral del Magdalena, viendo cómo las gentes de su pueblo se morían de sed frente a la fuente –¡la Ciénaga Grande de Santa Marta!– después de la fiebre bananera que trajo consigo la United Fruit Company. Por cierto que uno todavía observa, al viajar por carretera de Barranquilla a Santa Marta, bordeando dos mares, aquella miseria en el nuevo esplendor del carbón que llega de La Guajira y del Cesar y sale a todos los puertos del globo. Somos les tristes tropiques

En los años cincuenta Cepeda partió de Ciénaga a uno de esos puertos del mundo, Nueva York, y viajando por los Estados Unidos concibió sus mejores cuentos, los de Todos estábamos a la espera. Se trata de un libro que, en palabras de Ariel Castillo,

nos sigue revelando como un inagotable poema simbolista al que es preciso visitar una y otra vez para tratar de apropiarnos de sus irradiaciones y del juego de sus colores. Cepeda se anticipa entre nosotros a esa conciencia de la literatura como diálogo creativo entre los textos. Se ha enunciado hasta el cansancio, aunque sin abordarla de manera concreta, la relación de sus cuentos con los de los narradores norteamericanos. El propio Cepeda se encarga de sugerirlo en los epígrafes de Faulkner, Saroyan y Capote, o de revelarlo en  los cuentos mismos como ocurre con las alusiones al Erskine Caldwell de “Regreso a Lavinia” en “Jumper Jigger”, cuya presencia tal vez es mucho más evidente en “Nuevo intimismo”, y la mención del cuento “Sweetheart, Sweetheart, Sweetheart” en “Un cuento para Saroyan”.

 Ariel Castillo ha estudiado también la cuentística de Marvel Moreno, en especial los primeros cuentos. Consultando otros escritos de Marvel, la reina de belleza de Barranquilla que dio en escritora, Ariel se encuentra con una entrevista que dio a Jacques Gilard. En ella, Marvel Moreno subraya uno de esos secretos de la cultura (y secretos de esos secretos) sobre Barranquilla. "En Barranquilla todo desaparece: la humedad y el comején corroen libros, objetos, muebles: las casas se abandonan o se derrumban solas. No existe la sensación de perennidad que emana de las ciudades europeas; ningún rastro de los hombres que trabajaron para crear el mundo en el cual nacimos". Parte de esta impresión aún sigue siendo cierta si leemos los regodeos que la destrucción implacable del trópico suscita en la narrativa de Álvaro Mutis (otros de los autores colombianos predilectos del profesor Castillo). ¿Tiene entonces algo de cierto el vaivén de esplendor y miseria –aun en términos intelectuales– a que están sometidas las ciudades del trópico-trópico? Tal vez. Lo cierto es que la sustancia primigenia de la cultura reside en domeñar nuestra naturaleza implacable. A pesar de que no abunden las librerías ni los cafés literarios, ya en Barranquilla late la cultura por el solo hecho de estar levantada  al lado de la desembocadura de un río gigantesco-color de león y de un mar espumoso, sitio impensado durante la colonia española y casi inaccesible para los antiguos pobladores.  Su éxito comercial y mercantilista eclipsa –y parece negar– cualquier esplendor cultural por el prejuicio de ciudad fenicia. Pero Heriberto Fiorillo al recuperar el sitio de La Cueva como oasis cultural de Barranquilla, aun frente al desdén del propio García Márquez, demuestra esos latidos culturales. Hablamos de la comunidad del esfuerzo, como decía Alfonso Reyes, aun más, comunidad de la emoción intelectual por conservar un lugar y dotarlo de misticismo laico (la cultura es eso). Y todavía más: comunidad del pálpito de dialogar con Ariel Castillo, a través de la historia literaria, sobre autores que en esta tierra de mar, ciénaga y río escribieron obras de belleza, engendradoras de eternos goces. 


                                                    









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