Los escritores suelen ser víctimas, después de muertos, de la
“farsa elogiosa repugnante”, como decía Luis Cernuda en su poema Birds in the night. Los
diarios colombianos quieren convertir en gloria nacional a Álvaro Mutis, el
gran poeta-narrador que desde 1956 vivía en México. ¿Seguía siendo todavía
colombiano (o era ya mexicano aunque el Conaculta no haya propuesto velarlo en
el palacio de Bellas Artes, el principal centro cultural del país)? No lo
sabemos. Y mejor. Porque la única patria posible para un escritor, la patria
verdadera, es siempre su lengua y, en el caso de Mutis, su infancia. Acaso su mejor
poema sea por eso uno de los primeros, “La creciente” (1947), retorno a la infancia
fluvial y lluviosa del trópico:
“Al
amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del
páramo.
Sobre
el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca
bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente
por los remolinos. […]
Tras el
agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.”
De las
tierras altas, frías, desciende todo el peso de las ciudades
capitales: burócratas, instituciones, hoteles, etc., todo a perderse, a
diluirse en las tierras bajas. Más que poemas en prosa parecen diarios íntimos.
También me encantan sus nocturnos, en especial uno, “Oración de Maqroll”, que consigue
fijar impactantes imágenes eróticas:
“donde las mujeres ofrecen al viajero / la
fresca balanza de sus senos / y una extensión de terror en las caderas”.
Dijo alguna vez que su poema favorito era uno del francés Saint-John Perse, "Imágenes para Crusoe", en traducción
de otro gran colombiano, Jorge Zalamea, y cuyos versos iniciales acaso sean el
mejor homenaje a don Álvaro:
Anciano
de manos desnudas
repuesto entre los hombres […]
repuesto entre los hombres […]
¡Oh
Despojado!
Transcribiré a continuación un fragmento de lo
que digo sobre Mutis en mi Breve historia
de la narrativa colombiana:
Cuando Álvaro Mutis (Bogotá, 1923–México, 2013)
publicó en 1986 la primera novela de la saga de Maqroll el Gaviero, La nieve del almirante, el lector de sus
poemarios iniciales, en especial de Reseñas
de los hospitales de Ultramar (que salió en una separata de la revista Mito en 1955) se encontró con una
prolongación de su mundo poético. Incluso el tiempo histórico del Maqroll de
sus poemas y de sus narraciones podría ubicarse poco después de la Segunda
Guerra Mundial, sí, por el existencialismo o el desamparo espiritual en que
había quedado el mundo. Como todavía no se habían establecido aerolíneas
comerciales y los viajes trasatlánticos se hacían en barco, Maqroll navega por
los ríos del continente, atraca en uno u otro puerto de los mares del mundo y
aspira a recoger algo del amasijo esencial de las cosas de América (a la manera
del Canto general de Neruda), algo
que le devuelva alguna esperanza.
Mutis vivió en carne propia la posguerra europea. A finales de los
años cuarenta estudiaba en Bélgica, de donde regresaba de vacaciones, cruzando
el Atlántico, a su hacienda familiar en el Tolima, en el valle alto del río
Magdalena. Y nunca deja de preguntarse por qué le resulta tan difícil al hombre
europeo adaptarse al trópico. ¿Qué fuerza misteriosa alimenta continuamente la
vida allí, pero al mismo tiempo impide el desarrollo de una civilización
estable y condena muchas veces al aniquilamiento? La evidencia de esta observación
hace que su personaje Maqroll tenga un aspecto melancólico. Es un aspecto que
contrasta con la alegría o algarabía de los trópicos. De ahí que ciertos
críticos hayan hallado semejanzas entre los personajes de Mutis y los
personajes de Joseph Conrad, en especial de El
corazón de las tinieblas. También el personaje de Maqroll evoca a los
pseudónimos poéticos de los relatos poéticos de León de Greiff, muchos de los
cuales (Gaspar, Eric Fjordsson, Gunnar Fromhold, Proclo, Harold el Obscuro,
Sergio Stepansky y Guillermos de Lorges) igualmente se sentían europeos —nórdicos—
perdidos en el trópico.[1]
El paso de Maqroll de los poemarios a las novelas (la primera de la
saga es de 1986) tardó un buen rato. Sus primeros relatos coquetearon con el
reportaje, el género gótico y la ficción histórica, sin que Maqroll fuera
todavía el protagonista. Su primer relato publicado brotó de una fuerte
experiencia personal. Por culpa de malas cuentas con la petrolera Esso, Mutis
cayó preso en la cárcel mexicana de Lecumberri, entre 1956 y 1957, y, al salir,
comenzó a ordenar sus apuntes y dio a la imprenta su Diario de Lecumberri
(1960). Este breve texto consigue el suspenso de un relato policial en que,
además de la sordidez y de la cotidianidad del encierro, se suma el miedo a
morir a manos de otros presos:
"El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a
ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata
enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se
debaten sobre el helado cemento de las literas y exudan la desventura y el
insomnio".[2]
Una vez que salió de la cárcel, Mutis se involucró de nuevo en el
mundillo literario mexicano. Como la industria del cine estaba en su boom,
también él, como Carlos Fuentes y García Márquez, se dejó tentar por la
posibilidad de concebir relatos de ficción para posteriormente llevarlos a la
pantalla. El
cineasta español Luis Buñuel, exiliado en México, se mostraba muy interesado en
filmes de argumentos cruelmente realistas y simbólicos. Y alguna vez apostó con
Mutis, en plan bromista, si podía hacer una novela gótica en el trópico, es
decir, sin la presencia de la neblina, de la oscuridad y el frío que inspiran
“terror” en el género tradicional. De suerte que en 1961, en la
revista Snob de México,
Mutis publicó La mansión de Araucaíma (la edición en libro apareció en
Buenos Aires en 1973, con el subtítulo “relato gótico de tierra caliente”). Sin
estar situada en el norte de Europa sino en una hacienda cafetera del Tolima,
los elementos góticos parecen trasladarse con cierta exactitud. El relato se
construye un poco a la manera de una pieza teatral, donde un narrador
omnisciente presenta a cada personaje para después describir mejor la
arquitectura de la hacienda. Primero aparece el guardián de la hacienda, un hombre
políglota a quien le faltaba un brazo y “olía a esas plantas dulceamargas de la
selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal”.[3]
Aparece también, no el aristócrata del castillo sino un hacendado homosexual
llamado don Graci. A la hacienda van llegando forasteros: un piloto de una
avioneta de fumigación que había contratado el hacendado; una mujer madura, La
Machiche, antigua enfermera de los hospitales de ultramar, “de vastas caderas y
grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos
anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París
galante del siglo pasado”.[4]
Llegan asimismo un sirviente haitiano y un fraile. Pero todo se turba cuando
aparece de repente, en bicicleta, una muchacha de 17 años llamada Ángela, cuya
presencia angelical llena de
perversidad aquella hacienda alejada de la sociedad, y en la que está
desterrada la moral convencional. La Machiche se convierte en una ninfómana.
[…]
En varias entrevistas Mutis
se solazó en desdeñar la democracia y la modernidad, y declaró, en un gesto
entre estético y retrógrado, que “el último hecho político que me preocupa de
veras es la caída de Bizancio a manos de los infieles en 1453”.[5]
Literariamente, a juzgar por los argumentos y el estilo de sus novelas
ulteriores, Mutis no estaría lejos de ser un escritor bizantino. Esto se nota
un poco al percibir su saga de novelas sobre Maqroll: La nieve del almirante
(1986), Ilona llega con la lluvia (1987), Un bel morir (1989), La última escala del Tramp Steamer
(1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y
Tríptico de mar y tierra (1993). En
ellas deja la impresión de que poco le importa ser intempestivo, fuera de
tiempo y sazón, al cultivar una narrativa parecida a los relatos de
viajes de los naturalistas europeos del siglo XIX. Maqroll se diluye por los ríos
selváticos de América, atraca en varios puertos del Caribe, estira puentes
hacia ciudades nórdicas de Europa, o retorna de pronto a alguna aldea de los
Andes. No importa que la geografía sea exacta o no; tampoco que la verosimilitud
de sus argumentos parezcan forzados al máximo; importa que Maqroll, su
protagonista, conserve un tono melancólico. Que reflexione, en estilo
proustiano, sobre la decadencia de la aristocracia europea, sobre el
neocolonialismo en América Latina y sobre la dificultad de erigir una
civilización en el trópico, cuya naturaleza salvaje conspira para destruir trenes,
fábricas, viejos edificios de hotel, hospitales de ultramar. Importa, como
insiste el crítico Guillermo Sucre, que Mutis practique “una técnica de la
yuxtaposición de planos nítidos y precisos”.[6]
Pese a la calidad estética de esta saga
novelística, ¿no hay una repetición de temas, estructuras y hasta de personajes
secundarios: Ilona Grabowska, Flor Estévez, Bashur? ¿No acusan estas novelas un
desapego frente a la realidad de las grandes ciudades, aun a pesar de que
Maqroll toque por momentos Los Ángeles o se acerque a Londres y París? ¿No
evaden el conflicto de los verdaderos viajes, esto es, el enfrentamiento entre
tradiciones y diferentes formas de vivir? Hagamos, por ahora ,Mutis sobre Mutis.
[Tomado de Breve historia de la narrativa colombiana, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2012, pp. 304-308].
[6] Guillermo Sucre, La máscara y la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana.
FCE, México, 1985, p. 322.
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