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septiembre 23, 2013

Mutis hizo mutis: impresiones elementales de su obra


Los escritores suelen ser víctimas, después de muertos, de la “farsa elogiosa repugnante”, como decía Luis Cernuda en su poema Birds in the night. Los diarios colombianos quieren convertir en gloria nacional a Álvaro Mutis, el gran poeta-narrador que desde 1956 vivía en México. ¿Seguía siendo todavía colombiano (o era ya mexicano aunque el Conaculta no haya propuesto velarlo en el palacio de Bellas Artes, el principal centro cultural del país)? No lo sabemos. Y mejor. Porque la única patria posible para un escritor, la patria verdadera, es siempre su lengua y, en el caso de Mutis, su infancia. Acaso su mejor poema sea por eso uno de los primeros, “La creciente” (1947), retorno a la infancia fluvial y lluviosa del trópico:

“Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos. […]
Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.”

De las tierras altas, frías, desciende todo el peso de las ciudades capitales: burócratas, instituciones, hoteles, etc., todo a perderse, a diluirse en las tierras bajas. Más que poemas en prosa parecen diarios íntimos. También me encantan sus nocturnos, en especial uno, “Oración de Maqroll”, que consigue fijar impactantes imágenes eróticas:

“donde las mujeres ofrecen al viajero / la fresca balanza de sus senos / y una extensión de terror en las caderas”.

Dijo alguna vez que su poema favorito era uno del francés Saint-John Perse, "Imágenes para Crusoe", en traducción de otro gran colombiano, Jorge Zalamea, y cuyos versos iniciales acaso sean el mejor homenaje a don Álvaro:

Anciano de manos desnudas 
    repuesto entre los hombres […]
¡Oh Despojado! 
   
Transcribiré a continuación un fragmento de lo que digo sobre Mutis en mi Breve historia de la narrativa colombiana:

Cuando Álvaro Mutis (Bogotá, 1923–México, 2013) publicó en 1986 la primera novela de la saga de Maqroll el Gaviero, La nieve del almirante, el lector de sus poemarios iniciales, en especial de Reseñas de los hospitales de Ultramar (que salió en una separata de la revista Mito en 1955) se encontró con una prolongación de su mundo poético. Incluso el tiempo histórico del Maqroll de sus poemas y de sus narraciones podría ubicarse poco después de la Segunda Guerra Mundial, sí, por el existencialismo o el desamparo espiritual en que había quedado el mundo. Como todavía no se habían establecido aerolíneas comerciales y los viajes trasatlánticos se hacían en barco, Maqroll navega por los ríos del continente, atraca en uno u otro puerto de los mares del mundo y aspira a recoger algo del amasijo esencial de las cosas de América (a la manera del Canto general de Neruda), algo que le devuelva alguna esperanza.


Mutis vivió en carne propia la posguerra europea. A finales de los años cuarenta estudiaba en Bélgica, de donde regresaba de vacaciones, cruzando el Atlántico, a su hacienda familiar en el Tolima, en el valle alto del río Magdalena. Y nunca deja de preguntarse por qué le resulta tan difícil al hombre europeo adaptarse al trópico. ¿Qué fuerza misteriosa alimenta continuamente la vida allí, pero al mismo tiempo impide el desarrollo de una civilización estable y condena muchas veces al aniquilamiento? La evidencia de esta observación hace que su personaje Maqroll tenga un aspecto melancólico. Es un aspecto que contrasta con la alegría o algarabía de los trópicos. De ahí que ciertos críticos hayan hallado semejanzas entre los personajes de Mutis y los personajes de Joseph Conrad, en especial de El corazón de las tinieblas. También el personaje de Maqroll evoca a los pseudónimos poéticos de los relatos poéticos de León de Greiff, muchos de los cuales (Gaspar, Eric Fjordsson, Gunnar Fromhold, Proclo, Harold el Obscuro, Sergio Stepansky y Guillermos de Lorges) igualmente se sentían europeos —nórdicos— perdidos en el trópico.[1]


El paso de Maqroll de los poemarios a las novelas (la primera de la saga es de 1986) tardó un buen rato. Sus primeros relatos coquetearon con el reportaje, el género gótico y la ficción histórica, sin que Maqroll fuera todavía el protagonista. Su primer relato publicado brotó de una fuerte experiencia personal. Por culpa de malas cuentas con la petrolera Esso, Mutis cayó preso en la cárcel mexicana de Lecumberri, entre 1956 y 1957, y, al salir, comenzó a ordenar sus apuntes y dio a la imprenta su Diario de Lecumberri (1960). Este breve texto consigue el suspenso de un relato policial en que, además de la sordidez y de la cotidianidad del encierro, se suma el miedo a morir a manos de otros presos:

"El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se debaten sobre el helado cemento de las literas y exudan la desventura y el insomnio".[2]


Una vez que salió de la cárcel, Mutis se involucró de nuevo en el mundillo literario mexicano. Como la industria del cine estaba en su boom, también él, como Carlos Fuentes y García Márquez, se dejó tentar por la posibilidad de concebir relatos de ficción para posteriormente llevarlos a la pantalla. El cineasta español Luis Buñuel, exiliado en México, se mostraba muy interesado en filmes de argumentos cruelmente realistas y simbólicos. Y alguna vez apostó con Mutis, en plan bromista, si podía hacer una novela gótica en el trópico, es decir, sin la presencia de la neblina, de la oscuridad y el frío que inspiran “terror” en el género tradicional. De suerte que en 1961, en la revista Snob de México, Mutis publicó La mansión de Araucaíma (la edición en libro apareció en Buenos Aires en 1973, con el subtítulo “relato gótico de tierra caliente”). Sin estar situada en el norte de Europa sino en una hacienda cafetera del Tolima, los elementos góticos parecen trasladarse con cierta exactitud. El relato se construye un poco a la manera de una pieza teatral, donde un narrador omnisciente presenta a cada personaje para después describir mejor la arquitectura de la hacienda. Primero aparece el guardián de la hacienda, un hombre políglota a quien le faltaba un brazo y “olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal”.[3] Aparece también, no el aristócrata del castillo sino un hacendado homosexual llamado don Graci. A la hacienda van llegando forasteros: un piloto de una avioneta de fumigación que había contratado el hacendado; una mujer madura, La Machiche, antigua enfermera de los hospitales de ultramar, “de vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado”.[4] Llegan asimismo un sirviente haitiano y un fraile. Pero todo se turba cuando aparece de repente, en bicicleta, una muchacha de 17 años llamada Ángela, cuya presencia angelical llena de perversidad aquella hacienda alejada de la sociedad, y en la que está desterrada la moral convencional. La Machiche se convierte en una ninfómana.

[…]

En varias entrevistas Mutis se solazó en desdeñar la democracia y la modernidad, y declaró, en un gesto entre estético y retrógrado, que “el último hecho político que me preocupa de veras es la caída de Bizancio a manos de los infieles en 1453”.[5] Literariamente, a juzgar por los argumentos y el estilo de sus novelas ulteriores, Mutis no estaría lejos de ser un escritor bizantino. Esto se nota un poco al percibir su saga de novelas sobre Maqroll: La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1987), Un bel morir (1989), La última escala del Tramp Steamer (1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993). En ellas deja la impresión de que poco le importa ser intempestivo, fuera de tiempo y sazón, al cultivar una narrativa parecida a los relatos de viajes de los naturalistas europeos del siglo XIX. Maqroll se diluye por los ríos selváticos de América, atraca en varios puertos del Caribe, estira puentes hacia ciudades nórdicas de Europa, o retorna de pronto a alguna aldea de los Andes. No importa que la geografía sea exacta o no; tampoco que la verosimilitud de sus argumentos parezcan forzados al máximo; importa que Maqroll, su protagonista, conserve un tono melancólico. Que reflexione, en estilo proustiano, sobre la decadencia de la aristocracia europea, sobre el neocolonialismo en América Latina y sobre la dificultad de erigir una civilización en el trópico, cuya naturaleza salvaje conspira para destruir trenes, fábricas, viejos edificios de hotel, hospitales de ultramar. Importa, como insiste el crítico Guillermo Sucre, que Mutis practique “una técnica de la yuxtaposición de planos nítidos y precisos”.[6]


Pese a la calidad estética de esta saga novelística, ¿no hay una repetición de temas, estructuras y hasta de personajes secundarios: Ilona Grabowska, Flor Estévez, Bashur? ¿No acusan estas novelas un desapego frente a la realidad de las grandes ciudades, aun a pesar de que Maqroll toque por momentos Los Ángeles o se acerque a Londres y París? ¿No evaden el conflicto de los verdaderos viajes, esto es, el enfrentamiento entre tradiciones y diferentes formas de vivir? Hagamos, por ahora ,Mutis sobre Mutis. 
[Tomado de Breve historia de la narrativa colombiana, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2012, pp. 304-308].



[1] Juan Gustavo Cobo Borda, Lecturas convergentes. Taurus, Bogotá, 2006, p. 271.
[2] Mutis, La mansión de Araucaima. Diario de Lecumberri. Norma, Bogotá, 1992, p. 50.
[3] Ibíd., p. 11.
[4] Ibíd., p. 18.
[5] Mutis, La muerte del estratega. Narraciones, prosas y ensayos. FCE, México, 2004, p. 205.
[6] Guillermo Sucre, La máscara y la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. FCE, México, 1985, p. 322.

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