Ante todo, mis respetos por la historia dos veces milenaria de Barcelona.
Leo en La ciudad de los prodigios (publicada en 1986), de Eduardo Mendoza, el siguiente fragmento:
"Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los (p. 15) layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como suero y otras como limonada y que no difería mucho del yogur actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bibilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el islam Almanzor o Al-Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos ya piscinas probáticas descubiertas en el siglo xx al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos". (p. 16-17)
Acaso por tantos turistas –es de las ciudades más visitadas del mundo– Barcelona se ha vuelto también una de las ciudades más frívolas. Vista desde Hispanoamérica (¿la periferia?), Europa es un reguero de frivolidades. De otra manera resultaría inexplicable la frivolidad de aquel “nacionalismo independentista”, caracterizado por un pensamiento banal, carente de ideas, frágil e insolidario.
«Nacionalismo y Liberalismo se corresponden.
Su lema común: "Cada uno en su casa y Dios (o, mejor dicho, el Diablo, es
decir, la guerra), en la de todos". Imperialismo,
en cambio, se conjuga a política de autoridad. De la suerte de otros, tú eres
responsable. Ni tu deber ni tu derecho se terminan en las fronteras de tu
Estado, en el contorno de tu individualidad.»
[1]
[1]
Eugenio d'Ors, por cierto, fue a comienzos del siglo XX el principal impulsor de la cultura en Barcelona a partir de la Mancomunitat de Cataluña. Fundó todo tipo de bibliotecas y hasta llegó a influir en José Vasconcelos, quien hizo lo mismo desde la Secretaría de Educación Pública de México. Los "gestecillos de aldea" (la expresión es de Ortega) de los más envidiosos, sin embargo, expulsaron a d'Ors de su natal Cataluña en 1921, lo mismo que a Vasconcelos de México en 1924. A a partir de 1923, d'Ors comenzó a residir principalmente en Madrid, París y Buenos Aires. Si no hay una idea de imperio hispano, dijo, sólo habrá aldeas, nacionalismos, republiquetas.
Hace cien años Lenin confundió el término imperio: lo usó como insulto y acusación. Pero el imperio no sólo sirve para oprimir. Incluso Lenin matizó el suyo como social-imperialismo, y en su momento la URSS llenó de satélites soviéticos el planeta y aun el espacio exterior. ¿Está la Rusia de Putin –preguntémonos– detrás de la independencia de Cataluña en su afán de balcanizar a España? El imperio hispánico –el de la lengua española– es todavía lo único ecuménico (universal) de la Europa continental.
Hace cien años Lenin confundió el término imperio: lo usó como insulto y acusación. Pero el imperio no sólo sirve para oprimir. Incluso Lenin matizó el suyo como social-imperialismo, y en su momento la URSS llenó de satélites soviéticos el planeta y aun el espacio exterior. ¿Está la Rusia de Putin –preguntémonos– detrás de la independencia de Cataluña en su afán de balcanizar a España? El imperio hispánico –el de la lengua española– es todavía lo único ecuménico (universal) de la Europa continental.
Con la aclaración del
término imperio, como algo generoso y ecuménico y contrario al
nacionalismo, Enric Ucelay-da Cal empieza
su libro mamotreto El imperialismo catalán: Prat de la Riba, Cambó,
d'Ors (Edhasa, Barcelona, 2003). Ucelay-da Cal entiende el surgimiento del
imperialismo catalán como una respuesta a la crisis del 98, es decir, como una
respuesta al liberalismo fofo y superficial de Madrid. La blandenguería de los
políticos de Madrid –como se puede ver en las novelas de Galdós– habían
precipitado la crisis del 98.
Cuando, en 1898, la
fuerza naval estadounidense se apoderó de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el
imperio hispánico no se vino abajo. Ya reducida a segunda fila, España se
encapsuló en su península y sacó fuerzas de sí misma. Fue entonces cuando
la unión de la península ibérica, de un nuevo imperio hispánico, quiso hacerse
a partir del desarrollo de Cataluña. La idea de forjar un imperialismo
hispano desde Barcelona, en parte, se materializó hasta cierto punto con el
impulso editorial. Rubén Darío o Vargas Vila a comienzos del siglo XX, como
después a mediados Vargas Llosa o García Márquez, cuatro de los escritores
hispanoamericanos más leídos, pasaron largas temporadas en Barcelona.
Prat de la Riba fundó
la Lliga de la ideología catalana en su dimensión hispana.
Cuando, en octubre de 1908 el joven rey Alfonso XIII y su esposa británica
Victoria Eugenia visitaron Barcelona, Prat de la Riba dijo en su discurso de
bienvenida: “grandeza y poderío de los Estados y fuerza y vigor de sus
libertades locales”. (p. 443). Lo cierto es que lo de “imperialismo catalán” no
pasaba de ser una complicada metáfora inventada por Prat de la Riba, que
Eugenio d’Ors complicó aún más, pues “hizo una especie de supermetáfora de
la combinación de la unidad cultural y el imperio”. (p. 544). La tesis de
Derecho de d’Ors, que presentó en 1905 en la Universidad Central de Madrid y
que terminó traspapelándose, se titulaba Genealogía del Imperio: Teoría
del Estado-Héroe. Aunque había algo del heroísmo de Carlyle, lo que d’Ors
planteaba era una génesis del Poder como algo centrífugo, partiendo de un
centro y expandiéndose por la periferia. Complicado.
La política en su sentido
atomístico se reduce al Estado-policía, es decir, al ideal aldeano.
El nacionalismo o aldeanismo institucional de Cataluña acaba y niega toda idea
de comunidad panhispánica o de solidaridad con Hispanoamérica. La idea de unidad
cultural, según Ucelay-da Cal, ya la había cuestionado Antonio Gramsci
en El Risorgimiento, sus notas escritas en la cárcel entre 1929 y
1935. La conciencia de unidad cultural, lo mismo que los de
una lengua unitaria, eran elementos sin eficacia práctica – pura
retórica patriotera. “Estos elementos –decía Gramsci– son propios de pequeñas
minorías de grandes intelectuales y jamás se han manifestado como expresión de
una difundida y compacta conciencia nacional unitaria”.[2] Hasta por los teóricos del comunismo, como Gramsci, resulta ridículo una revolución regional. Pero no olvidemos que toda revolución es expansiva y que, como una peste, brotarán movimientos secesionistas por toda la Europa insolidaria y descristianizada.
Es de notar que el odio a España alimentó también, en el romántico siglo XIX, la creación artificiosa de las republiquetas hispanoamericanas. Cien años después del Grito de Independencia, el líder agrarista Emiliano Zapata gritaba desde Morelos: “¡Viva la revolución y mueran los gachupines!” Toda revolución, por naturaleza, es anti-hispana. Porque España, como idea, es un katechon que frena la llegada del Anticristo. [3].
Entre los más "patriotas" de México, Colombia o Argentina abundan quienes anhelan secretamente poseer y portar un pasaporte español. Los nacionalistas catalanes deberían reconsiderar, si no desean ser ciudadanos españoles, darle su pasaporte a tanto africano o hispanoamericano encerrado en sus fronteras nacionales.
Es de notar que el odio a España alimentó también, en el romántico siglo XIX, la creación artificiosa de las republiquetas hispanoamericanas. Cien años después del Grito de Independencia, el líder agrarista Emiliano Zapata gritaba desde Morelos: “¡Viva la revolución y mueran los gachupines!” Toda revolución, por naturaleza, es anti-hispana. Porque España, como idea, es un katechon que frena la llegada del Anticristo. [3].
Entre los más "patriotas" de México, Colombia o Argentina abundan quienes anhelan secretamente poseer y portar un pasaporte español. Los nacionalistas catalanes deberían reconsiderar, si no desean ser ciudadanos españoles, darle su pasaporte a tanto africano o hispanoamericano encerrado en sus fronteras nacionales.
Un poco menos
aldeano que el nacionalismo catalán ha sido la sed europeísta de
Madrid. Frente a la crisis del 98 un contemporáneo de Eugenio d’Ors, José Ortega y
Gasset, consideró que la circunstancia de España era Europa,
no América. Sólo que Ortega no reparó en que, dentro de la Unión Europea,
España ha quedado desdibujada y todavía más invertebrada. Después
de los resultados de las dos guerras mundiales, la URSS y los Aliados (Estados
Unidos, Inglaterra y Francia) se repartieron el mundo. La frontera norte del ex
imperio hispánico, Cuba y México, practicaron rabiosamente, para
defenderse de Estados Unidos, el nacionalismo institucional y revolucionario.
Sin saber, sin embargo, que con ello destruían aún más la posibilidad de
reestablecer un panhispanismo o si quiera un latinoamericanismo.
Como corresponsal de la revista argentina Caras y Caretas, en 1916 el
uruguayo José Enrique Rodó visitó Barcelona. Por su apellido, Rodó tenía ancestros catalanes. El ensayista uruguayo, que simpatizaba más con los anarquistas que con los socialistas, advirtió lo inevitable mientras
caminaba por la Rambla populosa:
«¡Hombres de Cataluña! Equilibrad vuestro entusiasmo con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuan dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de las repúblicas de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de civilización. ¡Hombres de Castilla! Atended a lo que pasa en Cataluña. Encauzad ese río que se desborda, dad respiro a ese vapor que gime en las calderas. No os obstinéis en vuestro férreo centralismo. No dejéis reproducirse el duro ejemplo de Cuba; no esperéis a que cuando ofrezcáis la autonomía se os conteste que es demasiado tarde.» [4]
«¡Hombres de Cataluña! Equilibrad vuestro entusiasmo con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuan dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de las repúblicas de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de civilización. ¡Hombres de Castilla! Atended a lo que pasa en Cataluña. Encauzad ese río que se desborda, dad respiro a ese vapor que gime en las calderas. No os obstinéis en vuestro férreo centralismo. No dejéis reproducirse el duro ejemplo de Cuba; no esperéis a que cuando ofrezcáis la autonomía se os conteste que es demasiado tarde.» [4]
Hace falta que un nuevo
Rodó nos escriba un nuevo Ariel, sí, para la reconciliación de los
pueblos ibéricos e iberoamericanos. Porque, como el dios Jano, la península
ibérica mira hacia dos universos distintos: el Atlantismo y el Mediterranismo.
[1] E. d’Ors,
“Imperialisme et liberalisme”, Glosari de
Xénius MCMIX, Obra catalana completa,
pp. 1084-1085.
[2] Citado
por Ucelay-da Cal, en A. Gramsci, El
Risorgimiento, Juan Pablos Editor, México, 2000, p. 204.
[3] Tomo
el concepto de katechon de Carl
Schmitt, el gran jurista alemán. Por cierto, Carl Schmitt estuvo por primera
vez en España entre el 16 y el 19 de octubre de 1929 en el IV Congreso de Uniones
Intelectuales celebrado en la Universidad de Barcelona. En aquella ocasión, en
la que conferenció sobre Donoso Cortés, Schmitt conoció a Eugenio d’Ors. Véase de Alejando Martínez
Carrasco, “Eugenio d’Ors y Carl Schmitt”, en Empresas políticas, núm. 14/15 (2010), pp. 35-51. Descargar aquí.
[4]Rodó,
Obra completa, ed. de Emir Rodríguez Monegal, Aguilar, Madrid, 1967, p. 1263. Citado
por María Saavedra, “El nacionalismo catalán hace cien años. Una mirada
rioplatense: José Enrique Rodó en Barcelona, 1916”, en APORTES, nº85, año XXIX (2/2014), pp. 107-132. Descargar aquí.
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