El tren de
Lenin [Lenin on the train], Catherine Merridale, trad. de Juan Rabasseda,
Crítica, Barcelona, 2017.
Cuando hace
poco la historiadora inglesa Catherine Merridale visitó el sur de Suecia en
busca de una placa conmemorativa en honor de Lenin, preguntó en el hotel Savoy
de Malmö si sabían algo del líder bolchevique. La recepcionista del
establecimiento se quedó perpleja.
“¿Lenin? –exclamó
al final–. ¿No querrá decir John Lennon?”
Un viejo
finlandés al oírla le dijo que, si andaba buscando las huellas de Lenin, había
llegado con cien años de retraso. Pero de eso se trata la historia. De perseguir
y cazar fantasmas. El de Lenin, como el del comunismo, recorre todavía Europa y
el mundo.
Todo comenzó en abril de 1917, en plena
Primera Guerra Mundial, cuando un grupo de espías alemanes se dirigió a la
residencia de Lenin en Ginebra. El líder exiliado de los bolcheviques, Vladímir
Ilich Uliánov, alias Lenin, pactó con ellos su regreso a Rusia. Ocho meses
después, cuando llegó a San Petersburgo en el famoso octubre rojo, Lenin se
convirtió en el amo y señor del Estado más extenso del planeta.
Primero
partió de la estación de Zúrich en Suiza en un tren sellado que atravesó
Alemania de sur a norte, pasando por Stuttgart, Frankfurt y Berlín; después
cruzó en ferri el mar Báltico y prosiguió en tren a través de Suecia hasta
finalmente, zigzagueando por Finlandia y saltando por otros cayos e islotes del Báltico, apearse en la estación de San Petersburgo -más tarde Leningrando.
El viaje era delicadísimo.
Alemania era territorio enemigo –estaba en guerra con Rusia– y el pactar con sus
espías y el cooperar con el Alto Mando alemán significaba alta traición. Pero
no había más opción. El fin justificaba los medios. Había que aceptar todas las
formas de lucha si se quería ejercer el dominio de la izquierda europea.
“Una guerra
imperialista no puede acabar de otra manera que no sea con una paz imperialista
–escribiría en noviembre de 1916– a no ser que se transforme en una guerra
civil del proletariado contra la burguesía por el socialismo. […] únicamente
cuando hayamos derrocado, finalmente vencido, y erradicado a la burguesía del
mundo entero, y no sólo de un país, será imposible que haya guerras.” [1]
Ahí está pintado el pacifista Lenin. “No era por casualidad –
escribiría Trotski– que las palabras irreconciliable
e implacable figuraran entre las
favoritas de Lenin”. [2] Con el líder de los bolcheviques en la palma de su
mano, Alemania acarició el triunfo de la Primera Guerra Mundial. Descubrió que la
propaganda comunista resultaba la mejor arma. Al fin y al cabo, Marx y Engels,
los del Manifiesto comunista (1848), eran los herederos del Idealismo alemán, hegelianos de izquierda, lectores de
Feuerbach, agitadores por excelencia a la par que sesudos filósofos.
Para desestabilizar al Imperio
británico –al enemigo– el Ministerio de Exteriores alemán alimentó elementos
insurgentes en las fronteras de la India, desató amotinamientos militares en Afganistán
y armó a los nacionalistas irlandeses (véase El sueño del celta, de Vargas Llosa). También azuzó una huelga
obrera en España en agosto de 1917 (véase “Huelga: ensayo en miniatura”, deAlfonso Reyes); y soñó, hasta lograrlo, deshacer la Rusia zarista debido a su
descomunal tamaño. Por si fuera poco, igualmente trató de atacar a Estados
Unidos a través de México. Primero apoyó un envío de armas en el buque el Ypiranga
(lo que obligó al presidente Woodrow Wilson a bloquear el puerto de Veracruz en abril de 1914); después, financió al chacal de Victoriano Huerta para derrocar
a Carranza.
Pero los espías ingleses no se
quedaban atrás. Merridale demuestra que uno de ellos asesinó a Rasputín, el
monje diabólico de los zares. En cualquier caso, lo que Lenin hizo de Rusia fue
un zarismo reencarnado y potencializado. Los alemanes sabían perfectamente que
estaban apadrinando a un hombre desalmado que justificaba cualquier tipo de
violencia. El comunismo y su historiografía de izquierda, naturalmente, sigue
disfrazando la Revolución rusa con la excusa de una Utopía fallida y aun con la
excusa de que hubo un arte de vanguardia.
Pero la historiadora Merridale, como buena historiadora y buena british, no se asusta. Flemáticamente
apunta:
Aunque no había
sido testigo de primera mano de ninguna batalla, Lenin accedió al poder en un
mundo trastornado por la impresión de las matanzas mecanizadas. Con el pretexto
de acabar con ellas, el líder bolchevique utilizó las nuevas tecnologías de
guerra, mientras que en el curso de los tres años de conflicto interno su
pueblo no dudó en emplear bieldos, picos, cuchillos y dientes para arrancar la
carne de sus semejantes. No había refugio para la compasión ni el
remordimiento. En la lucha por la supervivencia, el baño de sangre fue
justificado (por todos los bandos) con eslóganes, mentiras e ideología. “¡Revienta,
/ descuartiza / el viejo mundo! – se exhortaba en un poema de la época –. ¡Sé /
despiadado, /estrangula / el cuerpo huesudo del destino.” [3]
A lo largo de siete décadas,
el poder de la Unión Soviética puso en jaque varias veces al mundo, al mover
sus alfiles, torres, caballos y peones a través de la China maoísta (revolución
cultural), de la guerra de Corea y la de Vietnam, de la crisis de misiles en Cuba,
de la Primavera de Praga y del mayo parisino del 68, sin mencionar las guerrillas
colombianas (las FARC) –todo con el fin de oponerse a la razón instrumental del capitalismo salvaje representado por Estados
Unidos, Inglaterra y la Europa occidental. El punto de partida de todos estos
fenómenos, según Catherine Merridale, fue el viaje en tren que Lenin realizó de
Suiza a Rusia atravesando la mitad de Alemania en 1917.
Estamos, pues, cumpliendo cien
años de la Revolución rusa. Y quinientos de la madre de todas las revoluciones,
la de la Reforma luterana. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
[1] Lenin, “Programa militar
de la Revolución Proletaria”, en Sotsial-demokrat,
núm. 56, 6 de noviembre de 1916, LCW, vol. 23, p. 79.
[3] V.
Aleksandrovich, “Sev”, citado en Mark D. Steinberg y Vladímir M. Khrustalev, The Fall of the Romanovs: Political Dreams and Personal
Struggles in a time of Revolution, 1995, p.
282.
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