Friedrich A. Kittler (1943-2011) fue uno de los teóricos de la cultura y de la tecnología más importantes de nuestro tiempo. Su obra es materia permanente de seminarios y coloquios en Alemania, gran parte de Europa, Canadá y los Estados Unidos. En el ámbito hispano sólo hay dos de sus libros traducidos y en los que se recopilan varios de sus ensayos: 1) No hay Software y otros ensayos sobre tecnología y filosofía (traducción de Mauricio González Rozo, Universidad de Caldas, Manizalez, 2017), y 2) La verdad del mundo técnico: Ensayos para una genealogía del presente (traducción de Ana Tamarit, FCE, México, 2018). Por ahora hablaré de este último.
Para introducirnos en la obra de Kittler hay que exigirnos una «mentalidad dura» (Durham Peters), muy propia de cierta academia alemana, y que suele espantar al académico burgués, cómodo en los viejos postulados de la Escuela de Frankfurt. Kittler se opone a los “estudios culturales”. Lo que le interesa no es el sujeto humano per se, sino insistir en que “las propiedades estéticas son siempre sólo variables dependientes de la viabilidad tecnológica. (Optical Media).
Para el tema que nos ocupa, “El rock como un exceso del aparato militar”, (ensayo publicado originalmente en «Appareils et machines à representation», 1988, pp. 87-101), Kittler comienza por preguntarnos sinceramente ¿para qué poesía en tiempos de tecnología?
Una pregunta similar ya la había formulado el poeta alemán Hölderlin en 1801: ¿para qué poetas en tiempos de miseria? Duda que en 1871 obtuvo una de las respuestas más afortunadas en El origen de la tragedia de Nietzsche. Pues Nietzsche se dio cuenta que la poesía no es lenguaje. El lenguaje mismo es poesía, fabricación de ficciones.
La lucha entre los dos dioses griegos Dionisio y Apolo es la lucha entre el sonido y la imagen: tesis (sonido, danza, música) y antítesis (imagen, pintura, escritura) cuya síntesis comenzó a revelarse en la Ópera de Wagner (imagen de luz arrojada sobre una pantalla oscura, según dijo Nietzsche en El origen de la tragedia, 9, I, 55) y posteriormente en la pantalla cinematográfica. El lenguaje cinematográfico imitó el movimiento y las imágenes de los sueños, las formas oníricas. El cine hizo evidente la relación entre el psicoanálisis de Freud y la industria del entretenimiento.
El sonido comenzó a gozar de cierto control cuando en el año 1030 d. C. el italiano Guido de Arezzo fijó la escritura musical en notaciones y pentagramas, pero obtuvo su máxima difusión y dominio cuando, el 6 de diciembre de 1877, Edison inventó el fonógrafo y, por último, cuando en 1906 Lee de Forest inventó el amplificador a válvulas permitiendo que, de los discos de vinilo, se trasmitieran ondas musicales en masa a cualquier radio de transistor. El filtro electrónico permitió nítidamente separar la señal deseada de la distorsión, es decir, la música del ruido.
Es de notar que quienes más estuvieron interesados en aumentar los decibeles de la voz humana fueron los políticos, los demagogos, para atraer multitudes como ratas, tal como en la vieja fábula “El flautista de Hamelín” o en el cuento de Kafka, “Josefina, la cantora”. De la amplitud de frecuencia que iba de los 200 hasta los 2.000 Hertz se introdujo, en medio de la Primera Guerra Mundial, el principio de la amplificación, es decir, se electrificó el aparato de Edison. Pero para perfeccionar la magia del sonido, según Kittler, “tuvo que estallar otra guerra mundial” (p. 61). En la batalla submarina, en la que el ruido resulta decisivo, los ingenieros alemanes inventaron la máquina de carrete magnetofónico, mientras los ingenieros británicos un disco de alta fidelidad, capaz de hacer audible incluso las sutiles diferencias de timbre entre dos submarinos diferentes.
Después de la Segunda Guerra, la industria británica comprendió que sus avances en la detección de submarinos podía extenderse a usos pacíficos. Y en 1957 la Industria Eléctrica y Mecánica (EMI, por sus siglas en inglés) presentó el primer disco estéreo. Kittler se detiene en 1973 cuando apareció The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, especialmente en la canción Brain damage. Pues, a través de la incorporación de toda clase de capas o pistas sonoras, aquella canción ofrece un paso histórico en la reproducción del sonido.
a)«The lunatic is on the grass»… juego de niños y risas.
b) «The Lunatic is the hall. The lunatic is in my hall…» Paso a poso, oración tras oración, llega a su fin la distancia monótona o abstracción.
c) «The Lunatic is my head. The lunatic is in my head…»: se ha ocasionado el daño cerebral… Y cuchillea una carcajada.
Para Kittler, en efecto, la manipulación del sonido desorienta. Saca de quicio. Deja al melómano rockero sin geografía: encerrado en su cuarto con sus audífonos.
Los juicios sintéticos a priori de la filosofía de Kant, merced a los sonidos que atraviesan el final de Brain Damage, parecen evidenciar que probablemente el sintetizador estéreo dirige ahora la lógica del mundo. Es la tesis de Gilles Deleuze y Félix Guattari en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (trad. de José Vásquez, Valencia: 2004).
La lírica de la posguerra en sentido literal está en una canción de los Beatles, Yellow Submarine, “con todos sus efectos de marcha militar y trucos de localizadores de sonido” (p. 182).
Los estudios de Abbey Road de los Beatles estaban provistos con máquinas de cintas magnetofónicas bastante famosas, como la serie BTR. En 1946, en medio de un Berlín bombardeado y fraccionado por los aliados y los soviéticos, Berth Jones junto con otros ingenieros de audio de Inglaterra y los Estados Unidos visitaron los laboratorios de guerra del Alto Mando alemán. Hallaron, entre los aparatos tomados como botín, una máquina de grabación de cinta, que los nazis habían empleado en la guerra para tratar de descifrar los códigos.
De modo que cada discoteca, al amplificar los efectos sonoros y acoplarlos en tiempo real con los efectos ópticos respectivos de estroboscopios o luces de flash, nos está regresando a la Guerra. A la Blitzkrieg. En este punto, Kittler recomienda leer Gravity’s Rainbow (1973) de Thomas Pynchon: una novela que justamente incorpora operaciones matemáticas para relatar la íntima unión entre tecnología y militarismo.
“Man kann nicht abschliessen, man kann nur anschiliessen” (No se puede terminar, solamente se puede conectar).
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