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octubre 28, 2017

El imperialismo catalán





Ante todo, mis respetos por la historia dos veces milenaria de Barcelona. 

Leo en La ciudad de los prodigios (publicada en 1986), de Eduardo Mendoza, el siguiente fragmento:

"Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los (p. 15) layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como suero y otras como limonada y que no difería mucho del yogur actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bibilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el islam Almanzor o Al-Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos ya piscinas probáticas descubiertas en el siglo xx al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos". (p. 16-17)


Acaso por tantos turistas –es de las ciudades más visitadas del mundo– Barcelona se ha vuelto también una de las ciudades más frívolas. Vista desde Hispanoamérica (¿la periferia?), Europa es un reguero de frivolidades. De otra manera resultaría inexplicable la frivolidad de aquel “nacionalismo independentista”, caracterizado por un pensamiento banal, carente de ideas, frágil e insolidario. 

El nacionalismo catalán, en su negación a España, es también una negación a Hispanoamérica por cuanto rechaza nuestra lengua en común. El crecimiento del español beneficia y favorece la supervivencia del catalán en cuanto lengua romance, como la del italiano, el francés, el portugués, el rumano... Para empezar, aclaremos que en el actual independentismo catalán no hay imperialismo sino algo mucho peor, es decir, nacionalismo. Un aforismo de Eugenio d’Ors –uno de los mejores escritores nacidos en Barcelona– nos aclara esta diferencia:

«Nacionalismo y Liberalismo se corresponden. Su lema común: "Cada uno en su casa y Dios (o, mejor dicho, el Diablo, es decir, la guerra), en la de todos". Imperialismo, en cambio, se conjuga a política de autoridad. De la suerte de otros, tú eres responsable. Ni tu deber ni tu derecho se terminan en las fronteras de tu Estado, en el contorno de tu individualidad.»
[1]

Eugenio d'Ors, por cierto, fue a comienzos del siglo XX el principal impulsor de la cultura en Barcelona a partir de la Mancomunitat de Cataluña. Fundó todo tipo de bibliotecas y hasta llegó a influir en José Vasconcelos, quien hizo lo mismo desde la Secretaría de Educación Pública de México. Los "gestecillos de aldea" (la expresión es de Ortega) de los más envidiosos, sin embargo, expulsaron a d'Ors de su natal Cataluña en 1921, lo mismo que a Vasconcelos de México en 1924. A a partir de 1923, d'Ors  comenzó a residir principalmente en Madrid, París y Buenos Aires. Si no hay una idea de imperio hispano, dijo, sólo habrá aldeas, nacionalismos, republiquetas.

          Hace cien años Lenin confundió el término imperio: lo usó como insulto y acusación. Pero el imperio no sólo sirve para oprimir. Incluso Lenin matizó el suyo como social-imperialismo, y en su momento la URSS llenó de satélites soviéticos el planeta y aun el espacio exterior. ¿Está la Rusia de Putin –preguntémonos– detrás de la independencia de Cataluña en su afán de balcanizar a España? El imperio hispánico –el de la lengua española– es todavía lo único ecuménico (universal) de la Europa continental. 

Con la aclaración del término imperio, como algo generoso y ecuménico y contrario al nacionalismo, Enric Ucelay-da Cal empieza su libro mamotreto El imperialismo catalán: Prat de la Riba, Cambó, d'Ors (Edhasa, Barcelona, 2003). Ucelay-da Cal entiende el surgimiento del imperialismo catalán como una respuesta a la crisis del 98, es decir, como una respuesta al liberalismo fofo y superficial de Madrid. La blandenguería de los políticos de Madrid –como se puede ver en las novelas de Galdós– habían precipitado la crisis del 98. 

Cuando, en 1898, la fuerza naval estadounidense se apoderó de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el imperio hispánico no se vino abajo.  Ya reducida a segunda fila, España se encapsuló en su península y sacó fuerzas de sí misma.  Fue entonces cuando la unión de la península ibérica, de un nuevo imperio hispánico, quiso hacerse a partir del desarrollo de Cataluña.  La idea de forjar un imperialismo hispano desde Barcelona, en parte, se materializó hasta cierto punto con el impulso editorial. Rubén Darío o Vargas Vila a comienzos del siglo XX, como después a mediados Vargas Llosa o García Márquez, cuatro de los escritores hispanoamericanos más leídos, pasaron largas temporadas en Barcelona.

Prat de la Riba fundó la Lliga de la ideología catalana en su dimensión hispana. Cuando, en octubre de 1908 el joven rey Alfonso XIII y su esposa británica Victoria Eugenia visitaron Barcelona, Prat de la Riba dijo en su discurso de bienvenida: “grandeza y poderío de los Estados y fuerza y vigor de sus libertades locales”. (p. 443). Lo cierto es que lo de “imperialismo catalán” no pasaba de ser una complicada metáfora inventada por Prat de la Riba, que Eugenio d’Ors complicó aún más, pues “hizo una especie de supermetáfora de la combinación de la unidad cultural y el imperio”. (p. 544). La tesis de Derecho de d’Ors, que presentó en 1905 en la Universidad Central de Madrid y que terminó traspapelándose, se titulaba Genealogía del Imperio: Teoría del Estado-Héroe. Aunque había algo del heroísmo de Carlyle, lo que d’Ors planteaba era una génesis del Poder como algo centrífugo, partiendo de un centro y expandiéndose por la periferia. Complicado.

La política en su sentido atomístico se reduce al Estado-policía, es decir, al ideal aldeano. El nacionalismo o aldeanismo institucional de Cataluña acaba y niega toda idea de comunidad panhispánica o de solidaridad con Hispanoamérica. La idea de unidad cultural, según Ucelay-da Cal, ya la había cuestionado Antonio Gramsci en El Risorgimiento, sus notas escritas en la cárcel entre 1929 y 1935. La conciencia de unidad cultural, lo mismo que los de una lengua unitaria, eran elementos sin eficacia práctica – pura retórica patriotera. “Estos elementos –decía Gramsci– son propios de pequeñas minorías de grandes intelectuales y jamás se han manifestado como expresión de una difundida y compacta conciencia nacional unitaria”.[2] Hasta por los teóricos del comunismo, como Gramsci, resulta ridículo una revolución regional.  Pero no olvidemos que toda revolución es expansiva y que, como una peste, brotarán movimientos secesionistas por toda la Europa insolidaria y descristianizada. 

Es de notar que el odio a España alimentó también, en el romántico siglo XIX, la creación artificiosa de las republiquetas hispanoamericanas. Cien años después del Grito de Independencia, el líder agrarista Emiliano Zapata gritaba desde Morelos: “¡Viva la revolución y mueran los gachupines!” Toda revolución, por naturaleza, es anti-hispana. Porque España, como idea, es un katechon que frena la llegada del Anticristo. [3]. 

Entre los más "patriotas" de México, Colombia o Argentina  abundan quienes anhelan secretamente poseer y portar un pasaporte español. Los nacionalistas catalanes deberían reconsiderar, si no desean ser ciudadanos españoles, darle su pasaporte a tanto africano o hispanoamericano encerrado en sus fronteras nacionales. 

  Un poco menos aldeano que el nacionalismo catalán ha sido la sed europeísta de Madrid. Frente a la crisis del 98 un contemporáneo de Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset, consideró que la circunstancia de España era Europa, no América. Sólo que Ortega no reparó en que, dentro de la Unión Europea, España ha quedado desdibujada y todavía más invertebrada. Después de los resultados de las dos guerras mundiales, la URSS y los Aliados (Estados Unidos, Inglaterra y Francia) se repartieron el mundo. La frontera norte del ex imperio hispánico, Cuba y México, practicaron rabiosamente, para defenderse de Estados Unidos, el nacionalismo institucional y revolucionario.  Sin saber, sin embargo, que con ello destruían aún más la posibilidad de reestablecer un panhispanismo o si quiera un latinoamericanismo.

Como corresponsal de la revista argentina Caras y Caretas, en 1916 el uruguayo José Enrique Rodó visitó Barcelona. Por su apellido, Rodó tenía ancestros catalanes. El ensayista uruguayo, que simpatizaba más con los anarquistas que con los socialistas, advirtió lo inevitable mientras caminaba por la Rambla populosa:

«¡Hombres de Cataluña! Equilibrad vuestro entusiasmo con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuan dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de las repúblicas de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de civilización. ¡Hombres de Castilla! Atended a lo que pasa en Cataluña. Encauzad ese río que se desborda, dad respiro a ese vapor que gime en las calderas. No os obstinéis en vuestro férreo centralismo. No dejéis reproducirse el duro ejemplo de Cuba; no esperéis a que cuando ofrezcáis la autonomía se os conteste que es demasiado tarde.» [4]


Hace falta que un nuevo Rodó nos escriba un nuevo Ariel, sí, para la reconciliación de los pueblos ibéricos e iberoamericanos. Porque, como el dios Jano, la península ibérica mira hacia dos universos distintos: el Atlantismo y el Mediterranismo.





[1] E. d’Ors, “Imperialisme et liberalisme”, Glosari de Xénius MCMIX, Obra catalana completa, pp. 1084-1085.
[2] Citado por Ucelay-da Cal, en A. Gramsci, El Risorgimiento, Juan Pablos Editor, México, 2000, p. 204.
[3] Tomo el concepto de katechon de Carl Schmitt, el gran jurista alemán. Por cierto, Carl Schmitt estuvo por primera vez en España entre el 16 y el 19 de octubre de 1929 en el IV Congreso de Uniones Intelectuales celebrado en la Universidad de Barcelona. En aquella ocasión, en la que conferenció sobre Donoso Cortés, Schmitt conoció a Eugenio d’Ors. Véase de Alejando Martínez Carrasco, “Eugenio d’Ors y Carl Schmitt”, en Empresas políticas, núm. 14/15 (2010), pp. 35-51.  Descargar aquí
[4]Rodó, Obra completa, ed. de Emir Rodríguez Monegal, Aguilar, Madrid, 1967, p. 1263. Citado por María Saavedra, “El nacionalismo catalán hace cien años. Una mirada rioplatense: José Enrique Rodó en Barcelona, 1916”, en APORTES, nº85, año XXIX (2/2014), pp. 107-132.  Descargar aquí

octubre 27, 2017

El futurismo ruso: vivimos en una nave

En diciembre de 1912, tres años después del primer Manifiesto futurista de Marinetti, los escritores rusos David Burljuk, Kricenych, Velemir Chlebnikov y Vladimir Maiakovsky redactaron otro manifiesto, al que le pusieron de título Bofetón al gusto del público. “Hay que echar a Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, etcétera, de la nave de nuestro tiempo”, declararon con el mayor desparpajo. Necesitaban andar ligeros de equipaje para la conquista del espacio exterior. Los libros, lo sabían, son lo que más pesa. El pasado.  

Me pregunto, cien años después del manifiesto de Maiakovsky y sus amigos, si no vivimos en una nave espacial. Muy pocos habitantes del planeta poseemos una casa con jardín o huerto. Nuestras megalópolis han engullido pastizales, potreros, campos abiertos, cementerios. Por ellos corren avenidas saturadas de tráfico que llevan y traen seres bípedos, robotizados, de sus lugares de trabajo a sus apartamentos apretados como cajas de fósforo. Cada habitante se encierra en su cabina y se acuesta en su camarote a masturbarse de tecnología.

Hasta tal punto vivimos en una nave que pasamos la mayor parte del día en el asiento de un automóvil, agarrados a los barrotes del metro o el autobús. Nuestro índice se desliza por la pantalla táctil de un teléfono. Llevamos en el bolsillo el dispositivo de un satélite, al que le da lo mismo si leemos a Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, si escribimos sobre Espinosa o García Márquez, si consultamos el Facebook o vemos pornografía.
En cualquier caso, más que fríos blindajes dando vueltas alrededor de la estratósfera, los satélites son ángeles secularizados. Ángel se decía en griego αγγελοι y en hebreo Malachim, o también Elohim, lo que en cristiano llamamos mensajero. A ellos elevo un ruego para que, en la atropellada autopista de la información, me permitan echar reversa, ir en busca de mis recuerdos.
Durante mis estancias de un país a otro, desde que dejé de residir en Colombia a mediados de 2008, he procurado llevar conmigo los libros de Espinosa. El recuerdo de nuestras pláticas. Llevo ambas cosas, junto con los de mi tía pintora, en mi nave espacial. 


octubre 23, 2017

¿Lenin o Lennon?


El tren de Lenin [Lenin on the train], Catherine Merridale, trad. de Juan Rabasseda, Crítica, Barcelona, 2017.


 Cuando hace poco la historiadora inglesa Catherine Merridale visitó el sur de Suecia en busca de una placa conmemorativa en honor de Lenin, preguntó en el hotel Savoy de Malmö si sabían algo del líder bolchevique. La recepcionista del establecimiento se quedó perpleja.
“¿Lenin? –exclamó al final–. ¿No querrá decir John Lennon?”
 Un viejo finlandés al oírla le dijo que, si andaba buscando las huellas de Lenin, había llegado con cien años de retraso. Pero de eso se trata la historia. De perseguir y cazar fantasmas. El de Lenin, como el del comunismo, recorre todavía Europa y el mundo.
 Todo comenzó en abril de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, cuando un grupo de espías alemanes se dirigió a la residencia de Lenin en Ginebra. El líder exiliado de los bolcheviques, Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, pactó con ellos su regreso a Rusia. Ocho meses después, cuando llegó a San Petersburgo en el famoso octubre rojo, Lenin se convirtió en el amo y señor del Estado más extenso del planeta.
          Primero partió de la estación de Zúrich en Suiza en un tren sellado que atravesó Alemania de sur a norte, pasando por Stuttgart, Frankfurt y Berlín; después cruzó en ferri el mar Báltico y prosiguió en tren a través de Suecia hasta finalmente, zigzagueando por Finlandia y saltando por otros cayos e islotes del Báltico, apearse en la estación de San Petersburgo -más tarde Leningrando.  

El viaje era delicadísimo. Alemania era territorio enemigo –estaba en guerra con Rusia– y el pactar con sus espías y el cooperar con el Alto Mando alemán significaba alta traición. Pero no había más opción. El fin justificaba los medios. Había que aceptar todas las formas de lucha si se quería ejercer el dominio de la izquierda europea.
“Una guerra imperialista no puede acabar de otra manera que no sea con una paz imperialista –escribiría en noviembre de 1916– a no ser que se transforme en una guerra civil del proletariado contra la burguesía por el socialismo. […] únicamente cuando hayamos derrocado, finalmente vencido, y erradicado a la burguesía del mundo entero, y no sólo de un país, será imposible que haya guerras.” [1]   

Ahí está pintado el pacifista Lenin. “No era por casualidad – escribiría Trotski– que las palabras irreconciliable e implacable figuraran entre las favoritas de Lenin”. [2] Con el líder de los bolcheviques en la palma de su mano, Alemania acarició el triunfo de la Primera Guerra Mundial. Descubrió que la propaganda comunista resultaba la mejor arma. Al fin y al cabo, Marx y Engels, los del Manifiesto comunista (1848), eran los herederos del Idealismo alemán, hegelianos de izquierda, lectores de Feuerbach, agitadores por excelencia a la par que sesudos filósofos.
Para desestabilizar al Imperio británico –al enemigo– el Ministerio de Exteriores alemán alimentó elementos insurgentes en las fronteras de la India, desató amotinamientos militares en Afganistán y armó a los nacionalistas irlandeses (véase El sueño del celta, de Vargas Llosa). También azuzó una huelga obrera en España en agosto de 1917 (véase “Huelga: ensayo en miniatura”, deAlfonso Reyes); y soñó, hasta lograrlo, deshacer la Rusia zarista debido a su descomunal tamaño. Por si fuera poco, igualmente trató de atacar a Estados Unidos a través de México. Primero apoyó un envío de armas en el buque el Ypiranga (lo que obligó al presidente Woodrow Wilson a bloquear el puerto de Veracruz en abril de 1914); después, financió al chacal de Victoriano Huerta para derrocar a Carranza.  
Pero los espías ingleses no se quedaban atrás. Merridale demuestra que uno de ellos asesinó a Rasputín, el monje diabólico de los zares. En cualquier caso, lo que Lenin hizo de Rusia fue un zarismo reencarnado y potencializado. Los alemanes sabían perfectamente que estaban apadrinando a un hombre desalmado que justificaba cualquier tipo de violencia. El comunismo y su historiografía de izquierda, naturalmente, sigue disfrazando la Revolución rusa con la excusa de una Utopía fallida y aun con la excusa de que hubo un arte de vanguardia. Pero la historiadora Merridale, como buena historiadora y buena british, no se asusta. Flemáticamente apunta:

Aunque no había sido testigo de primera mano de ninguna batalla, Lenin accedió al poder en un mundo trastornado por la impresión de las matanzas mecanizadas. Con el pretexto de acabar con ellas, el líder bolchevique utilizó las nuevas tecnologías de guerra, mientras que en el curso de los tres años de conflicto interno su pueblo no dudó en emplear bieldos, picos, cuchillos y dientes para arrancar la carne de sus semejantes. No había refugio para la compasión ni el remordimiento. En la lucha por la supervivencia, el baño de sangre fue justificado (por todos los bandos) con eslóganes, mentiras e ideología. “¡Revienta, / descuartiza / el viejo mundo! – se exhortaba en un poema de la época –. ¡Sé / despiadado, /estrangula / el cuerpo huesudo del destino.” [3]

A lo largo de siete décadas, el poder de la Unión Soviética puso en jaque varias veces al mundo, al mover sus alfiles, torres, caballos y peones a través de la China maoísta (revolución cultural), de la guerra de Corea y la de Vietnam, de la crisis de misiles en Cuba, de la Primavera de Praga y del mayo parisino del 68, sin mencionar las guerrillas colombianas (las FARC) –todo con el fin de oponerse a la razón instrumental del capitalismo salvaje representado por Estados Unidos, Inglaterra y la Europa occidental. El punto de partida de todos estos fenómenos, según Catherine Merridale, fue el viaje en tren que Lenin realizó de Suiza a Rusia atravesando la mitad de Alemania en 1917.  
Estamos, pues, cumpliendo cien años de la Revolución rusa. Y quinientos de la madre de todas las revoluciones, la de la Reforma luterana. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.




[1] Lenin, “Programa militar de la Revolución Proletaria”, en Sotsial-demokrat, núm. 56, 6 de noviembre de 1916, LCW, vol. 23, p. 79.
[2] Véase de Trotsky, My Life, p. 32.
[3] V. Aleksandrovich, “Sev”, citado en Mark D. Steinberg y Vladímir M. Khrustalev, The Fall of the Romanovs: Political Dreams and Personal Struggles in a time of Revolution, 1995, p. 282.

septiembre 11, 2017

El Papa en Colombia: un caso de Teología Política


La presencia del Papa en Colombia nos ha dejado tres impresiones.

La primera impresión es que el catolicismo significa a menudo el único nexo o contacto cultural que tiene gran parte del pueblo colombiano con la lectura y la tradición bíblica y de ahí milenaria.

La segunda impresión es que la venida del Papa a Colombia ha puesto en evidencia la destrucción del mito liberal o posmoderno en cuanto no hay una separación tan tajante entre religión y política.

La tercera y última impresión es la alegría que desató el Papa entre ateos, comunistas o descreídos, a quienes sin embargo no deberíamos llamar hipócritas porque, aunque así lo fueran, pues con más gusto el Papa acogió esa alegría del pecador arrepentido.

Nuestras tres impresiones, como veremos, se refuerzan a la luz de la historia y la filosofía.

Que el catolicismo sea el único nexo cultural del colombiano promedio no es algo que lamentar ni peyorativo. El Papa es el representante del Vaticano, efectivamente un Estado-Iglesia cuyo centro puede estar tanto en Roma como extendido por toda la tierra en parroquias, capillas y catedrales. Francisco es el sucesor de Pedro y, en un sentido más amplio, del emperador del Imperio romano a partir de Constantino (306-337), con lo cual recoge todas las tradiciones del Mediterráneo incluido el judaísmo y el helenismo. Decía Dante que el mundo no conocerá la paz hasta que el Imperio romano no esté restablecido, y añadía Eugenio d’Ors que el concepto de Roma justamente se opone al de Babel, es decir, al desorden de la guerra civil. Hegel, por su parte, se dio cuenta de que no hay nada más revolucionario que los Evangelios y que, en tiempos de revolución o de cambio, todo lo que es antiguo es un enemigo –eslogan perfecto para el ambiente progresista de nuestras universidades. Estos datos, por lo general, se ignoran en la educación pública del Estado liberal y democrático y quedan ahogados por la basura televisiva y de entretenimiento del capitalismo mass media.



Que la venida del Papa a Colombia haya puesto en evidencia la destrucción del mito liberal se explica a la luz del concepto de teología política, acuñado por el jurista y filósofo alemán Carl Schmitt en un libro homónimo publicado en Berlín en 1922. Schmitt entiende la teología política bajo esta impresionante definición: “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. Ello no va en contra del pasaje de Marcos (12, 17): “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Antes bien, demuestra la imposibilidad de imponer un poder político absoluto o una paz absoluta. Dicho de otro modo: no basta que la ideología de la Paz, disparada por el Estado a través de los grandes medios de comunicación, ni que la reconciliación o el perdón, ratificados por las Altas Cortes, exoneren de delitos a los antiguos terroristas de las FARC. Hace falta que la ideología Paz deje de serlo y obtenga la misma significación que el milagro en la teología, es decir, que posea la potestad de imponer algo rompiendo las leyes naturales o regulares que la Constitución (Dios para seguir con la metáfora) estableció. Sólo teniendo conciencia de esta analogía o similitud llegaremos a conocer la significación de la visita del Papa a Colombia. Es la misma conclusión a la que hubiera llegado Thomas Hobbes, en El Leviatán, siguiendo su pensamiento decisionista y utilitarista: “la Autoridad, no la Verdad, hace la Ley” (en latín suena más bonito: Autoritas, non veritas facit legem).

Que la visita del Papa a Colombia haya alegrado incluso a ateos, comunistas o descreídos se explica en cuanto es la alegría la primera obligación y el primer paso para quien busca ganarse el cariño de un pueblo. No hay que olvidar que, en su conjunto, el pueblo ama la Autoridad. Y el Papa es, por lo tanto, una Autoridad: “y toda Autoridad es buena por el solo hecho de existir”. (En francés, dicho por Joseph de Maistre, suena mejor: “Tout gouvernement est bon lorsqu’il est établi”, Joseph de Maistre, Du Pape, París, 1867). Y esto por la sencilla razón, añade Carl Schmitt, “de que en la mera existencia de una autoridad va implícita una decisión y la decisión tiene valor en sí misma, dado que en las cosas de mayor cuantía importa más decidir que el modo como se decide.” Volviendo al caso colombiano, el modo en cómo se ha decidido lo de la Paz en Colombia, ya se sabe, está lleno de baches y males de procedimiento y hasta de injusticia. Pero la visita del Papa a Colombia hará que ese modo nefasto deje de importar. Importará, ante todo, la decisión soberana.

Para el materialista de izquierda y de derecha, en efecto, toda religiosidad o espiritualidad del hombre es secundaria y superflua. El materialista piensa que para cambiar al hombre basta mudar las condiciones económicas y sociales. Y sólo es cuando aquel materialista de izquierda o derecha está en o con el Poder cuando se da cuenta de la importancia del pensamiento teológico y de sus derivaciones. Se da cuenta, en efecto, de que el pueblo al que tanto ha despreciado no sólo requiere de pan y circo sino de un sentimiento metafísico, es decir, de una religión fundada en una teología milenaria. Lo amenazante del asunto es la ignorancia del origen teológico de la palabra paz o de la palabra pueblo. Para el político materialista, por ejemplo, el pueblo es una masa amorfa con un fin o utilidad bélica, laboral, económica y receptora de propaganda ideológica. Para el religioso o teólogo católico, por el contrario, el “pueblo” debería ser un cuerpo social y jerárquico, es decir, dotado de una cabeza, dorso y extremidades. Solo para Dios somos importantes.

El catolicismo colombiano ha sido ultramontano, es decir, más papista que el papa. Y grandes colombianos como Miguel Antonio Caro o Nicolás Gómez Dávila (no hablemos aquí del teólogo negativo Fernando Vallejo), probablemente, habrían de preguntarse si esa soberanía de imponer la decisión de la Paz es para beneficio de la gloria trascendente de Cristo o para la soberbia inmanente de los tiranos de una tierra pasajera.

Desde el punto de vista de la teología política resulta evidente que la visita del Papa a Colombia es la puesta en marcha del utilitarismo de la democracia liberal, a través de la Tercera Vía, para imponer la ideología progresista del pacifismo como nueva escatología de reemplazo. Un latinazo se amolda perfectamente al entusiasmo desatado por el Papa Francisco: “stat pro ratione Libertas, et Novitas pro Libertate” [La Libertad reemplaza a la Razón, y la Novedad reemplaza a la Libertad].

Resulta, sin embargo, que no hay mucho de novedoso en el ecumenismo, universalidad o flexibilidad del Papa Francisco. En primer lugar, hay que tener en cuenta la encíclica Annum Sacrum (mayo 25, 1899) del Papa León XIII:

«El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenece de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano».

En segundo lugar, no hay que olvidar la encíclica Quas primas (11 de diciembre de 1925) del Papa Pío XI, según la cual, “todos los gobernantes deben considerarse bajo la regia potestad de Cristo –el rey de reyes– pues a ella deben el carácter cuasi sagrado de su propia potestad.”. Dicho esto, conviene aclarar que la teología no es lo mismo que la religión. La teología quiere ser una ciencia, y lo fue y lo sigue siendo aun a pesar de que Freud y sus seguidores inventaran un concepto de ciencia completamente diferente que pretendió liquidar a la religión y a la teología psicoanalíticamente, es decir, como si se trataran de neurosis. Hecha esta aclaración, terminemos planteando la hipótesis de que la alegría desatada por la presencia del Papa Francisco en Colombia no es una mera neurosis ni tampoco asegura el posterior guayabo o desilusión de un eventual fracaso en la Paz y Reconciliación. De nuevo lo de Marcos (12, 17): “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es  de Dios”.

agosto 06, 2017

Impresiones sobre el Primer Congreso Internacional José Enrique Rodó (Montevideo, 24- 26 de julio de 2017)





Los rodonianos: Ottmar Ette, Belén Castro, Hugo Manini,
Susana Monreal, Sebastián Pineda, María Saavedra, Gustavo San
Román, Fabio Muruci, Alejandro Cáceres, Horacio Bernardo,
Gonzalo Aguiar, Casandra Boldor, Martha Canfield, Juan Pablo
 Drews, Osmar González, Jorge Leone, Laura Osta, Brigitte
Natanson, Romeo Pérez, Ramiro Pedetti, Shawn McDaniel.
Acaba de renovarse –renovarse es vivir– el interés por uno de los ensayistas más entrañables de este idioma, puesto que se ha celebrado en Montevideo el Primer Congreso Internacional sobre el pensador uruguayo José Enrique Rodó. Cierto aire de no creerlo todavía me lleva a preguntarme si fue verdad tanta dicha: ¿Un Congreso sobre José Enrique Rodó? Como si hubiese sido hace unos minutos, todavía me veo escuchando de viva voz las 21 conferencias en torno a Rodó y conociendo de primera mano a los 24 rodonianos invitados, provenientes de diversas regiones del planeta, y aún a gente del público en general que comentaba alguna cosa después de cada ponencia. El entusiasmo por semejante Congreso no se me disipa, y ante mí quiero pensar que tengo a Hugo Manini, el presidente de la Sociedad Rododiana, para agradecerle. El trato de tú a tú salvará a la humanidad, porque es la única forma del diálogo (no las redes sociales). Aún me veo en un café con Belén Castro, quien hizo la edición crítica del Ariel para Cátedra; me veo bebiendo un medio y medio, el trago tradicional uruguayo que combina vino espumoso dulce y vino blanco seco en iguales cantidades, con Gustavo San Román, un rodoniano radicado en Saint Andrews, Escocia; me veo, después de presenciar tremendo Réquiem de Verdi, cenando pesca del día en el restaurante contiguo al Teatro Solís con Gonzalo Aguiar, Fabio Muruci y Alejandro Cáceres. Gracias a la impecable logística de Laura Osta, todo fue estupendo. 


El escritorio de Rodó
No se trató de un congreso exclusivamente académico sino ecuménico.  Abierto a personas de todo el mundo, de todos los países y de todos los tiempos. No hay nada de raro en ello. El Ariel de Rodó, desde cuando apareció por primera vez en la imprenta Dornaleche de Montevideo a principios de 1900, fue como una piedrecilla cuyas ondas concéntricas alcanzaron un diámetro muchísimo mayor que las dimensiones del estanque local o nacional. Al cabo de un año, en 1901, el Ariel se reprodujo en la antigua la isla La Española, en el suplemento de la Revista Literaria de Santo Domingo; por intermedio del ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña también se editó en 1905 en la revista Cuba literaria de La Habana; en 1908 el general Bernardo Reyes –padre del ensayista mexicano Alfonso Reyes– lo editó en la Imprenta del Estado de Nuevo León, en Monterrey, y ese mismo año el Secretario de Instrucción Pública, Justo Sierra, lo hizo editar en la Escuela Nacional Preparatoria de la capital de México; ejemplares del Ariel aparecieron también en la Editorial Sempere, de Valencia, España, igualmente en 1909.  Como toda fuerza positiva desata una negativa, el Ariel de Rodó ha sobrevivido al siglo XX y aun lo que llevamos del XXI como un yunque, soportando los golpes o martillazos del “revisionismo” ideologizado de la Revolución cubana a manos del Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar, y aun los hachazos del multiculturalismo y el poscolonialismo que le reclaman –bajo el más absoluto anacronismo– el discurso indigenista, el de las negritudes, el feminista y el queer. Rodó nunca necesitó cohonestar con el apartheid anglosajón. Su mensaje es, insistamos, ecuménico.

Confieso que estuve a punto de pensar que mi interés por el autor de Ariel iba a quedarse en algo personal, compartido con dos o tres colegas, pues ya se sabe que el Ensayo Hispanoamericano es una asignatura que brilla por su ausencia en casi todos los estudios medios y superiores. Seguimos siendo, en buena parte, colonias mentales del estructuralismo francés o del multiculturalismo anglo-americano. 


En noviembre de 2016, cuando justamente discutía eso en un Tercer Congreso de Historia Intelectual de América Latina en El Colegio de México, de repente recibí un correo electrónico de la Sociedad Rododiana. Siete meses después, el 24 de julio de 2017, se hizo realidad la invitación. Una Van me recogió en el aeropuerto de Montevideo para llevarme al Hotel Victoria en la Plaza Independencia. Era una mañana lluviosa. La Van abandonó el distrito de Canelones por la avenida de las Américas y se enfiló por la rambla atravesando Carrasco, Pocitos y Punta Carretas, bordeando todo el tiempo el mar. No se olvide que Rodó nació, creció y escribió al lado de este mar. Los vientos y las mareas le conceden al mar de Montevideo justamente un carácter proteico o cambiante, pues a veces sus orillas cobran el color cobrizo o de león del Río de la Plata y otras veces le conceden el azul marino o cobalto o verde esmeralda de mar adentro. 


 Montevideo acaso sea una de las capitales hispanoamericanas más jóvenes. Se erigió por Real Cédula de 1726 de la Corona Española, y tiene su parte de Ciudad Vieja que, volcada al mar, conserva su espíritu de municipalidad o cabildo hispano. Se dice que se fundó para frenar el avance del imperialismo británico (disfrazado de portugués) que ya había fundado la Colonia de Sacramento en la Banda Oriental. Se ha dicho que Uruguay es como un país coto o tapón, hecho república por los intereses de la Corona Británica, para impedir que se miren de frente –que choquen entre sí–  dos monstruos como Argentina y Brasil; pero yo quisiera pensar que Uruguay es más bien como un katheon (en lenguaje bíblico el que frena la llegada del Anticristo), es decir, el que mantiene unida la banda oriental del Río de la Plata –que es la principal puerta de entrada fluvial del Cono Sur– con el habla española.  Desde el país más pequeño de América se ha pensado mejor en la América magna —pues los mitos nacionales quedan anulados— y prueba de ello son los nombres de origen uruguayo de primera línea en la crítica y la ensayística: Ángel Rama, Carlos Real de Azúa,  Emir Rodríguez Monegal, Arturo Ardao, Carlos Reyles, Alberto Nin Frías, y otros que se me escapan. 

Ahora bien, ríos de tinta han corrido sobre las identidades nacionales de cada país o región bajo el mito de que un gesto, un rasgo, una bebida, un acento ya nos hace una colectividad distinta de otra. Para Rodó, sin embargo, la democracia genuina no puede asentarse sobre colectividades abstractas, sino sobre individuos concretos. Rodó vivió en una era anterior a las despolitizaciones de nuestro tiempo, y justamente su Ariel ha de verse como katheon o freno de la plutocracia, es decir, de la torpe confianza en que basta el dinero para sacar de pobre a alguien; o que basta saber y dominar la economía para regir las relaciones de los pueblos. Militante político del Partido Colorado, Rodó se postuló y fue electo diputado en tres legislaturas, y contra el liberalismo plutocrático se enfrentó al líder de su propio partido, el dos veces presidente José Batlle y Ordoñez. 

Rodó fue amigo del obrero y se consideró a sí mismo parte de clase trabajadora por cuanto daba el pan espiritual para su pueblo. Murió meses antes de la Revolución Bolchevique (1917), es decir, antes de que el humanismo fuera reducido a sociología de izquierdas por el marxismo-leninismo, o totalmente marginado por la tecnocracia del neoliberalismo. 

No se nace siendo hispanoamericano o latinoamericano. Alemania es un Estado-nación aún más joven que Uruguay, y sus ciudadanos se hicieron alemanes a fuerza de cultura y método, es decir, de instrucción pública. La civilización y la cultura son indivisibles, y Latinoamérica (incluyendo España y Brasil) tendrá aún mayor bienestar y progreso si a la posesión de máquinas se une la lectura y el comentario del Ariel de Rodó.  

La casa de Rodó en Montevideo, en la Ciudad Vieja y cerca de la del poeta Julio Herrera y Reissig, luce con lianas y abandonada, pero se conserva un liceo con su nombre que ya lleva 100 años y en donde se guardan y se exhiben sus principales manuscritos. La continuidad es la clave de la cultura. Y las bibliotecas. En la Biblioteca Nacional (situada en el centro de Montevideo y no secuestrada por una universidad como en Ciudad de México) están los archivos de Rodó, que aún contienen innumerables riquezas según pude explorar de la mano de Gustavo San Román. Ya sabemos que Emir Rodríguez Monegal hacia 1967, en la edición de las Obras completas de Rodó  para Aguilar, puso casi todo, pero aún hay más. Abundan también las bibliotecas digitales sobre autores uruguayos como Anáforas

Por lo demás, mi emoción no cesa todavía de haberme visto en Montevideo y entre rodonianos: Motivos de Proteo llegó a ser mi libro de cabecera, al punto incluso de inspirarme a bautizar homónimamente este blog en 2009.


Catedral metropolitana


Biblioteca Nacional 
mercado uruguayo en invierno
Pesca del día
Desde mi cuarto de hotel 
Amanecer en Montevideo